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Cuatro fantásticos – Fabián Casas

Hoy les compartimos un cuento de Fabián Casas que se titula “Cuatro fantásticos” y está incluido en Los Lemmings y otros. El cuento retrata la relación de un chico (que no conoce a su padre biológico) con los diferentes novios que tiene su madre a lo largo de los años. Cada pareja/padrastro deja cierta enseñanza en él, pero es el último novio, Rolando, el más importante, porque le cuenta por primera vez sobre su verdadero padre, su historia. Además, lo inicia en un oficio para “animales fabulosos”.

Fabián Casas (Buenos Aires, 1965) es un poeta, ensayista y narrador que nació en el barrio de Boedo y es hincha de San Lorenzo. Estos dos últimos detalles aparecen frecuentemente en su literatura. Publicó los poemarios Tuca (1990), El salmón (1996), los ensayos Breves apuntes de autoayuda (2005), Ensayos Bonsai (2007), los cuentos Los Lemmings y otros (2005) y las novelas Ocio (2000) y Titanes del coco (2015). Actualmente dicta el “Taller Nómade” en la Librería del Fondo.

Los Lemmings y otros
Editorial Planeta

Hubo alguien antes pero yo no lo conocí. Aunque muchos me dicen que tengo algo de su carácter y de su boca. Esas cosas. A mí no me preocupa parecerme a alguien. Hay tantas caras en el mundo que uno, tarde o temprano, termina siendo otro. Yo quisiera hablar acá de los que conocí. Ellos dejaron sus huellas en mi vida y pienso que una forma de retribuirles que me hayan pisado es contar quiénes eran, lo que me enseñaron. Esas cosas.

Para esa época mamá trabajaba en la fábrica de corpiños Peter Pan. Un nombre glorioso. No sé si todavía sigue funcionando. Mamá, por lo que me cuentan todos, era una mujer despampanante, parecía una vedette. Piernas, culo, caderas. Vivíamos en un departamentito del barrio de Once, muy chiquito, yo pensaba que era como el caño de Hijitus: el dormitorio de mamá, el living donde yo dormía en un sofá cama y una kitchenet empotrada en la pared. Eso era todo. Mamá tenía ropa tirada por todas partes. Y cosméticos y revistas que se traía de la peluquería de su amiga. Mi madre era una gran lectora. A veces, cuando ella iba a bailar, yo me quedaba con la peluquera, una paraguaya que me hablaba de sus hijos quienes, decía, tenían casi mi misma edad y estaban con su padre en Asunción. Yo no asociaba Asunción con un lugar físico, mas bien me parecía un verbo.

En mi memoria, el primero de todos fue Carmelo. Petiso, musculoso, ex boxeador. Mamá me lo presentó una noche cuando la pasó a buscar para salir. Yo estaba mirando algo en la tele muy chiquita, diminuta, que la peluquera nos había traído de Ciudad del Este. ¿Ven? Ciudad del Este sí me parecía un lugar.

Carmelo se me acercó y me estrechó la mano. Pensé que me iba a besar, porque yo era un niñín y la gente, por lo general, cuando me conocía, me besaba. Pero él me dio su mano, callosa, grande como un teléfono. Ese gesto me gustó. A partir de aquella noche Carmelo empezó a venir seguido a casa y cuando pasaba a buscar a mamá se quedaba cada vez más tiempo conmigo, charlando de las hazañas de su época de boxeador. Y un día de campo, a la luz del sol, sucedió una cosa increíble: la piel de Carmelo, al aire libre, tenía el color de la cinta scotch. Quiero que esto quede bien claro. No era como si estuviera recubierto de cinta, como una momia; tenía el color y la consistencia de la cinta scotch. Así que lo bauticé –para mis adentros- Carmelo Scotch. Debe haberse visto extraordinario, casi desnudo, bajo las luces del ring.

Cuando empecé a sufrir de los bronquios, mamá me tuvo que llevar a un hospital para que me curaran. Me hacían inhalaciones, me daban pichicatas, me decían que tenía que tomar sol. Carmelo se preocupó mucho por mi salud y le dijo a mi mamá que yo tenía que hacer ejercicios, correr, saltar. Esas cosas. Entonces se apareció en equipo de gimnasia y me explicó que tenía un plan para volverme un atleta. Extendió sobre la pequeña mesa de fórmica naranja del living, un mapa con las etapas de ejercicios que él creía que me iban a cambiar el físico. Empezamos a practicar por las mañanas, en el gimnasio donde trabajaba Carmelo. Abdominales, carrera en velocidad, cintura, cinta. Era grandioso. Él se paraba a mi lado mientras yo la sudaba y me gritaba: “Vamos, más fuerte, ¡téngale bronca al cuerpo! ¡bronca, bronca!”. Después nos duchábamos juntos. Una vez me contó, mientras nos secábamos, que la alegría más grande de su vida la tuvo cuando le tocó pelear como semifondo de Nicolino Locce. “No sabés lo que era pisar el ring del Luna repleto… solamente vos iluminado y todos mirándote… las lucecitas rojas de los puchitos en la negrura de las tribunas…”. Fue empate.

Y aún llevo en mis oídos el grito de guerra de Carmelo Scotch: “¡Téngale bronca al cuerpo!”.

Una tarde, mamá me dijo que lo había dado de baja. Tuvo que pasar una semana de hostigamiento para que me dijera por qué. ¡Le había levantado la mano! Mamá era inflexible. Y para elegir a sus novios, una verdadera renacentista. Pasó del deporte al arte ¡Y al segundo candidato lo capturó delante de mis narices! El profesor Locasso había llegado al colegio para cubrir una suplencia y, sin lugar a dudas, para cobrar lo que pudiera cobrar sin hacer prácticamente nada. Llegaba, ponía sobre el escritorio un paquete de facturas o de merengues –yo iba al cole de mañana- y mientras cruzaba sus pies sobre una silla empezaba a engullir sin parar. Nos decía que teníamos que pintar lo que se nos ocurriera. En la hora de Locasso nos podíamos rascar el higo sin problemas. Así que agarrábamos hojas y dibujábamos cualquier cosa. Cuando se las llevábamos para que les echara una mirada, mientras masticaba y dejaba de leer el diario, miraba nuestro dibujo y nos decía su célebre muletilla: “más color, alumno, más color”. Aunque la hoja estuviera untada de témpera como un pastel del panadería, el repetía “más color, alumno, más color”. Estaba bueno. Nos hacía reir. Por supuesto, para nosotros su nombre cambió de profesor Locasso al de profesor Más Color. E imagínense mi sorpresa la noche en que lo vi sin su guardapolvo, con un traje oscuro que le quedaba un poco grande, y con una botella de vino en la mano en el umbral de la puerta de mi casa. El profesor Más Color era un hombre de unos cuarenta años, con una herradura de pelo blanco que le bordeaba la nuca y que siempre estaba demasiado larga, descuidada. La frente le brillaba como una bola de billar. De cuerpo atlético, cuando caminaba por el patio del colegio, lo hacía a zancadas.

Según pude reconstruir mucho después, Más Color había entablado relación con mi mamá en el acto del 9 de julio, en el cual di dos pasos adelante y recité un poema alusivo. El colegio se venía abajo de gente y la noche anterior yo había estado muy nervioso. Tenía miedo de que en el momento de recitar el poema se me apareciera en la cabeza la laguna de Chascomús. Pero fue glorioso. Verso a verso, demostré que tenía talento para recitar poemas y durante toda esa semana patria mis compañeros y mis maestros no pararon de elogiar mi perfomance. Pero volvamos al idilio de mi madre. De más está decir que fue la comidilla del colegio. Todos mis compañeros sabían que mi mamá salía con Más Color. A veces, en los recreos, algunos se animaban a preguntarme si eso me molestaba. Yo les repreguntaba: “¿Que ustedes sepan o que ellos salgan?”. Silencio. Otros compañeros que trataban de ser más comprensivos conmigo, me decían que me habría convenido más que mi mamá saliera con el profesor de matemáticas –materia dificilísima- que con el de dibujo. Tenían razón. No puedo negar que yo ya había hecho ese razonamiento.

El romance de mi mamá con Más Color duró casi dos años. Cuando ellos terminaron la relación, yo entraba en quinto. A diferencia de Carmelo Scotch, mi vínculo con Más Color fue relajado. El tipo se quedaba a dormir en casa dos veces por semana y a veces salíamos los tres a dar un paseo. Sólo una vez salimos él y yo. Me llevó a ver una exposición de Salvador Dalí, pintor al que él admiraba. Le gustaban esas cosas retorcidas. Relojes doblados, crucifijos espaciales. Esa tarde, en un café, tuvimos el siguiente diálogo:

— ¿Te molestaría que yo pase más tiempo en tu casa?— me preguntó. 
— No —le dije después de pensarlo un momento. 
— Me parece que sería bueno que hubiera un hombre en la casa y yo estoy pensando en casarme con tu mamá. Todavía no se lo propuse porque primero quería saber tu opinión. 
— El único problema es que la casa es muy chiquita- opiné. 
— Si vos y tu mamá están de acuerdo, podríamos mudarnos a otro lugar. Con patio. ¿Te gustaría tener un patio para jugar? 
— Sí —le dije después de pensarlo un momento.

Más Color pareció satisfecho con mi contestación. Nos estrechamos la mano y me llevó a viajar por el subte. Me mostró todas las combinaciones posibles y los diferentes modelos de trenes que existían. Cuando llegamos, tarde, a casa, se encerró con mi mamá a charlar en el dormitorio. Me pareció que discutían. Yo me puse el piyama, me lavé los dientes y me acosté a dormir. Me desperté a mitad de la noche y me pareció, todavía más nítido, que estaban discutiendo. La semana siguiente Más Color no se quedó a dormir ni una hora y si bien llamaba por teléfono y hablaba con mamá, yo empecé a presentir que algo andaba con mal color. Traté de recordar la charla que habíamos tenido para ver en qué se le podría haber complicado la cancha. Y saqué las siguientes conclusiones: a mi mamá, sin dudas, le convenía tener un hombre en casa. Es más, ella siempre estaba diciéndole a la peluquera paraguaya que deseaba encontrar un sustituto de padre para mí. Lo cual a mí me parecía razonable. Yo envidiaba, cuando iba a las casas de mis amigos, cómo ellos podían sentirse seguros y exhibir a sus padres. Así que por el lado del casamiento no debería haber habido problemas. Creo que el conflicto estuvo en la posibilidad de mudarse. Por algún motivo recóndito que a mí me costaba y aún me cuesta entender, mi mamá amaba la pocilga de plaza Once o The Eleven Park, como ella le decía. Algo en la casa tocaba su fibra más íntima y contra esas cosas es imposible marchar.

Una tarde de invierno, mientras mamá se hacía la toca, me comunicó que Más Color había entrado en la inmortalidad. Ahora pienso que mi infancia estuvo separada por tandas en las cuales mi madre me informaba las bajas de sus noviazgos. Yo seguí viendo a Más Color durante tres años –quinto, sexto y séptimo- pero, salvo saludos incómodos cuando nos encontrábamos de frente en el patio del colegio, nos evitábamos. Aunque, es justo decirlo, gracias a él conozco a la perfección la línea de subterráneos que cruza la ciudad. Jamás podría perderme.

Más Color ya era historia cuando me anoté en el ateneo de la iglesia de San Antonio para jugar a la pelota todas las tardes. Los curas te atrapaban con una cancha extraordinaria y, a cambio, te pedían que tomaras la comunión. Así que fui derecho a catequesis y terminé como monaguillo en un par de misas. Una tarde mamá me pasó a buscar y me dijo que la esperara porque quería confesarse. Me pareció raro ese gesto viniendo de ella. Pero es verdad que para ese entonces se pasaba mucho tiempo en la cama, como si algo le hubiera roto el ánimo. El padre Manuel la escuchó en silencio, en el confesionario. Mamá empezó a venir tarde de por medio para confesarse o para caminar charlando con el padre Manuel. Me dijo que el cura –que era muy joven- lograba darle ánimos para vivir. “Mamá ¿por qué no querés vivir?”, le pregunté. “No es que no quiera vivir, es que no tengo ánimos”, me contestó.

Una noche, en que me había quedado más de la cuenta en la casa de un amigo, me sorprendí viendo salir al padre Manuel de mi edificio. Lo que más me sorprendió fue que estaba vestido como un hombre cualquiera. El no me vio, pero yo lo vi clarísimo porque estaba en la vereda de en frente. No dije ni mu. Cuando entré a casa, mamá estaba con los ojos rojos, como si hubiera estado llorando. Al otro día se la pasó encerrada en su pieza con la peluquera paraguaya. Cuando abrían la puerta porque necesitaban ir al baño o a buscar algo a la cocina, salía un olor espantoso a cigarrillos. Creo que por eso yo no fumé nunca.

Decidí hablar con el padre Manuel después de que me encontré a mamá sentada en el livincito, con unas ojeras inmensas. Parecía que había estado sentada ahí desde su pubertad. “Todos los aparatos de la casa decidieron suicidarse”, me dijo con una voz muy ronca, apenas me vio. No andaba la heladerita ni el televisor y el calefón hacía un ruido horrible cuando abríamos la canilla de agua caliente.

El padre Manuel estaba leyendo en su cuarto, me dijeron. Le dije a la monjita que lo necesitaba urgente. Al rato lo vi venir por el corredor de la escuela. Esta vez tenía su sotana negra e impecable. Me acarició la cabeza y salimos a caminar por la cancha de fútbol que a esa hora –las dos de la tarde- estaba vacía. Era un día primaveral.

— Padre, no sé que le pasa a mi mamá— le dije. Sentí que la voz me salia del pecho. 
— Hijo —me dijo, a pesar de que era muy joven— ¿sabés cuál fue el calvario de nuestro señor Jesucristo? 
— ¿Todo el asunto de los romanos y las espinas en la cabeza y la traición de Judas? 
— Exactamente. Quiero que pienses mucho en esa parte de la historia de nuestro Señor. Porque muchas veces en la vida los adultos tenemos que hacer grandes sacrificios. ¿Entendés?

No le entendía ni jota. Pero asentí. Me estaba dando un pesto bárbaro.

— Tu madre es una mujer ejemplar. Quiero que esto te quede bien claro. Y la mayoría de las veces las personas muy íntegras sufren demasiado. Ahora vamos a ir a la iglesia y nos vamos a arrodillar para rezar por ella.

Y así fue. Rezamos en silencio. Para ser sincero, yo no recé. Mi cabeza saltaba de una imagen a otra como si fuera un videojuego. Lo veía al padre Manuel con sotana, después lo veía en ropa sport, como lo vi cuando salía de mi edificio, después me lo imaginaba en calzoncillos, después jugando al fútbol… Al final me dio la mano y me dijo que me fuera tranquilo, que el Señor sabe lo que hace.

Lo cierto es que mamá no volvió a la iglesia y a los pocos meses lo trasladaron al padre Manuel a un convento en Córdoba. El Señor no se equivocaba porque mamá empezó a andar mejor y finalmente salió de esa melancolía en la que estaba hundida. Arreglamos el televisor, arreglamos la heladerita y sacamos el calefón y pusimos un termotanque.

Pasó casi toda mi secundaria sin que mi mamá trajera otro novio a casa.  Y justo cuando me estaba preparando para entrar en la Universidad, llegó el último y quizá el más importante para mí. Se llamaba Rolando, trabajaba poniendo antenas, en las alturas, y fue clave porque él me habló por primera vez de mi padre. Porque él estaba obsesionado con el tipo que fue mi padre.

Mamá lo conoció en un grupo que se reunía los domingos en el Hospital Pena. Era un grupo de ayuda psicológica para poder superar la tristeza de los domingos. No era que mi mamá se pusiera mala los domingos, fue acompañando a la peluquera paraguaya que los domingos a esos de las siete, invariablemente, se quería matar. Rolando estaba yendo porque era de un equipo de fútbol que se había ido a la B y por eso sufría los domingos sin partidos. Según mamá, fue un flechazo fulminante. Rolando tenía rulos, un corte tipo Principe Valiente y la voz ronca. Me cayó bien enseguida. Y más cuando me enteré que se la pasaba en los techos de los edificios arreglando y poniendo antenas.

Me encanta la gente que se cuelga de los techos, me encanta saltar por los techos de las casas.

Así que rápidamente —yo tenía 17 años— me le pegué como acompañante en su trabajo. Era superior. En el verano, subíamos a las cimas con una heladerita de telgopor donde poníamos seis latitas de cerveza. A veces, si no habíamos comido, nos llevábamos en un taper queso y dulce. Después de arreglar las antenas nos sentábamos a, como él decía, chamuyar. Rolando estaba obsesionado con la vida que llevaban algunas personas. “Fijate esos tipos que andan por el mundo jugando en el equipo que les hace de sparring a los Globetrotters. Eso es espantoso. Recorrer el mundo poniendo la cara para que esos negros guachopijas te hagan hacer el ridículo. Hay destinos espantosos ¿no?”. Y siempre, después de las cervezas, me hablaba de mi viejo: “Yo no sé cómo tu mamá le pudo creer a ese imbécil todo lo que le decía. ¿Vos sabés que tu viejo andaba metido en la guerrilla y que prefirió eso a tener una familia, cuidarte a vos, verte crecer… ¡Y tu mamá lo creía un tipo grosso, inteligente! ¿En serio nunca viste ni una foto suya?”.

Una tarde, mientras veíamos caer el sol desde los techos de un edificio altísimo, me dijo: “Vos sabés que yo ahora te quiero mucho”. “Sí, lo sé”, le dije y sentí que se me ponía la piel de gallina. “Pero antes no podía ni verte porque pensaba que eras un polvo de tu viejo hecho carne”. No le contesté nada porque me quedé pensando en su expresión, y me acordé de cuando el padre Manuel decía que Cristo era Dios hecho carne. Rolando se bajó todas las cervezas y al rato dijo: “A esta hora en Italia la llaman el Pomeriggio ¿sabés por qué?”. No dije ni mu. “Porque Pomeriggio significa tomate ¿ves el color que tiene el cielo?”. Qué capo. El cielo estaba rojísimo. Agregó: “¿Ves?, desde acá podemos ver toda la ciudad ¿no es fantástico? La mayoría de la gente no sabe que estamos acá arriba, mirándolos. Somos como dioses”.

A veces, antes de clavar una antena contra el techo, la levantaba con una sola mano y gritaba: “ ¡Ya tengo el poder!”. Y nos matábamos de risa. Otras veces se ponía melancólico y me decía: “Jurame que si vuelve tu viejo vos no te vas a dejar engrupir por él”. “¿De dónde va a volver, Rolando?”, le preguntaba. “¡Qué se yo, de la loma del orto!”, me largaba.

Pasó el tiempo y me sortearon para la colimba. Me tocó tierra y tuve que bajar de las cimas. Pasé un año en el infierno como asistente de un milico. En algún momento de ese año, mi mamá y Rolando rompieron. Ella me lo comunicó en una carta. Cuando volví a casa, conseguí trabajo arreglando antenas. A Rolando nunca lo volví a ver, pero supe de él por un portero de un edificio. Me dijo que le había agarrado vértigo y que por eso dejó de trabajar en las cimas. A mí eso me sonó a ciencia ficción.

A veces, cuando estoy en las alturas, con mi vianda, me doy cuenta de lo increíble que fue que me dejara acompañarlo y aprender el oficio. Porque el vértigo de los techos es una disciplina para personas solitarias. Para animales fabulosos. No se necesita a nadie acá arriba.

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La enfermedad china – Carlos Chernov

Everything is gonna be all right, ésa era nuestra canción preferida cuando fuimos al congreso de Bruselas en octubre del ´86 con las chicas de COYOTE. Era nuestro lema. Teníamos mucha confianza, estábamos pensando bien. (COYOTE es la sigla de Cast off your Old and Tired Ethics, cuya traducción aproximada es: despréndete de tu vieja y gastada ética). Fuimos a hablar de la legalización de la prostitución. Otras iban para luchar contra la pornografía, eran del grupo gay. Nosotras no teníamos nada en contra de los videos «porno» -excepto las que afirmaban que nos quitaban clientes-. Al contrario, la mayoría aspiraba a ser «porno-star» para no seguir viviendo como vivíamos, de manera tan peligrosa y cansadora, con tanto desgaste para el cuerpo.
En nuestra delegación todas éramos fanáticas del artículo de Joan Nesle My mother liked to fuck («A mi madre le gustaba coger»), texto donde se cuentan las penas, alegrías y peligros a los que se expone una mujer proletaria -la madre de la autora- que no desea renunciar al placer del sexo aunque eso la pone en serios aprietos.
En el avión conocí a Nancy. Por ese tiempo yo pasaba por un período -por suerte breve- de cierto rechazo por los hombres. En el último año había trabajado demasiado, me producían alergia. Intimaba con ella. Dormía feliz con mi cabeza apoyada sobre sus pechos tibios y enormes. (Nancy nunca llegó a usar el corpiño colegial. Pasó directamente a uno especial -de poplín reforzado con ballenas-, más apropiado para distribuir el crecimiento descontrolado de sus senos que se desparramaban hacia todas partes.) Era de Kansas. Siempre estaba de muy buen humor. Durante el congreso llevaba encima un ejemplar de la revista Time donde se burlaban de la prohibición de los vibradores, las vaginas artificiales y los demás cachivaches usados para la «estimulación de los órganos genitales humanos». Reíamos como locas cuando nos mostraba el artículo.
Ella estaba muy ansiosa por conocer a Peter, un taxi-boy blanco como leche, andrógino y juvenil. Parecía de veinte y decían que ya había cumplido los treinta y tres. No era de los que tienen problemas con la erección, -pesadilla de los muchachos del oficio-. No, su pájaro enseguida alzaba la cabeza, bastaba con llamarlo. Cuando actuaba; no lo inhibían los equipos de filmación aunque, a veces, sumaban más de veinte entre artistas y técnicos. Se erguía cada vez que lo necesitaban, Peter se excitaba con cualquier cosa -yo creo que se calentaba viendo cómo se calentaba, así sucede con la mayoría-. Ese era el hombre que Nancy quería conocer. Bob, su amigo, había viajado con él, hacían una recorrida turística. No estaban invitados al congreso, pero apenas se enteraron, les despertó curiosidad.
Nosotras nos alojábamos con otras dos chicas en una pequeña pensión en la zona tradicional de Bruselas, cerca del Ayuntamiento. No fuimos, como la mayoría de la delegación, al Hilton. Decíamos que no tenía gracia ir a conocer la Vieja Europa y hospedarse en un Gran Hotel Americano. En realidad, a Nancy, a mí y a varias más nos daba vergüenza estar en medio de una delegación de mujeres explícitamente identificadas como putas. Puede parecer raro, ya que en nuestra profesión no solemos ocultarnos, pero aquí nadie nos conocía, podíamos ser como cualquier chica corriente y descansar un poco.
Según Peter, Bob tenía veintitrés años y era un superdotado en todos los sentidos. Su musculatura exhibía un nivel de definición y tonicidad digno de un candidato al Olimpia Senior. Su miembro medía diez pulgadas -reales-, y era casi del ancho de mi cuello. (Tiempo después, Bob se burlaba de mí. Aseguraba que por mi cabeza no circulaba más sangre que por la cabeza de su pene.) Nadie podía decir de él: «mucha dinamita para tan poca mecha», como una oye de los muchachos que se dedican al fisicoculturismo y usan esos slips sintéticos, como bombachitas de seda, donde sus órganos parecen diminutos comparados con lo grueso del cuerpo.
Conocí a Bob en el lobby del Hilton, él pasaba con violencia las páginas de un diario en francés. Era obvio que hacía ruido para llamar la atención, lo hojeaba tan rápido que no podía ver ni las fotos. Alto y hermoso, echaba vigilantes vistazos a su alrededor para averiguar si lo estaban admirando. Peter y Nancy, abrazados y sonrientes, me codeaban.
Con Bob comprendí en forma cabal lo que significa el amor a primera vista. Apenas lo descubrí suspiré de deseo y pensé «¡Bueno…!, quiero a ese muchacho ¡ya! en mi cama». Y enfilé directo hacia él, -de una manera, tal vez, un tanto masculina-. De repente se me había pasado todo el malestar y el rechazo que sentía hacia los hombres. Volví a ser la chica animosa de siempre. Entablamos conversación de inmediato; Bob se reía todo el tiempo con los ojos, al punto de que una no sabía si se estaba burlando o qué. Era de las poquísimas personas que son más lindas cuando no se ríen; como Robert de Niro, se le achicaban demasiado los ojos, parecía chino.
Entramos a un cuarto y, mientras hablábamos de los belgas o de cualquier otra tontera, sin más aviso, le puse una mano sobre el pene. Bob abrió la boca -o fue su mandíbula que cayó al piso- fingiendo una sorpresa que no podía estar sintiendo, pero su miembro, mucho más sincero que él, de inmediato se puso duro. Cuando se lo comenté más tarde, me respondió con tono neutro: «Slim es muy inteligente, a veces más que yo». Lo llamaba Slim, me explicó que ese nombre le recordaba a un simpático cowboy de Texas. «Saluda también a Slim», se hizo la costumbre de pedirme cada vez que entraba a la habitación. Yo se lo sacudía como si le diese la mano. Bob aseguraba que su pene gozaba de discernimiento propio. «Uno está dormido y él puede entrar en erección, ciertas chicas le gustan y otras no, tiene memoria, se le puede enseñar a funcionar más rápido o más lento, a cambiar de ritmo… es muy temperamental.» El resto de las noches dormí con Bob -y con Slim-. Peter se iba a otro cuarto y nos dejaba el lugar libre.
Fue estupendo porque además yo estaba en una época en la que no trabajaba. No es fácil «limpiar los órganos», que es como llamo a que mi sexo vuelva a estar a mi disposición y pueda gozar de nuevo. Mi médico dice que yo me anestesio mucho, pero ocurre que de todos modos, una no se olvida de las escenas sexuales actuadas mil veces. Las caras y los gritos de los clientes nos asaltan en la mitad del polvo y confunden y arruinan todo. Cuando tomo vacaciones y no estoy de fajina durante un tiempo, lentamente me recupero.
Si menstrúo es mejor, siento que se me limpia más rápido. Pero en realidad casi nunca me viene la menstruación; con la píldora mi ciclo prácticamente ha desaparecido. (No conozco hombre a quien le guste encamarse con nosotras cuando estamos con el período. La regla significa lucro cesante. Por eso, en aquella época, también las tomaba para aumentar mi plazo de disponibilidad sexual y, después de casarme con Bob, para hacer que mi menstruación coincidiera con los tiempos en los que no estaba filmando.) Creo que soy muy sana, luego de descansar un tiempo vuelve a normalizarse. Hasta ahora fue así.
Bob poseía un miembro asombroso (Slim era asombroso). Lo afirmo con cierta autoridad ya que conocí cantidad de ellos -al punto que, con sólo mirarle las manos a un tipo, por el ancho y largo de sus dedos, sé cuáles son sus medidas-. El suyo era desmesurado, como meterse adentro un poste o una maceta. En una temporada en Las Vegas. Bob ejecutaba un número de chuparse a sí mismo con eyaculación incluida. Le causaba mucha gracia; «en más de un sentido `Dios da pan a quien no tiene dientes'», comentaba, «no te imaginás cómo le gusta a Slim». Estaba muy orgulloso. Bob me explicaba que, según el Informe Kinsey, solamente tres de los miles de encuestados podían chuparse a sí mismos, y todos en complicadas posiciones: acostados de espaldas, con las piernas sobre la cabeza, usando una pared como soporte tras ellos, con la columna vertebral tan retorcida que la incomodidad les impedía disfrutar de su orgasmo. A Bob le gustaba eyacular en su propia boca.
No me cansaba de admirarlo. Tampoco yo estoy tan mal. Tres horas de gimnasio por día, excepto los domingos, mantienen todo en su lugar. Las líneas de mis músculos me gustan ligeramente marcadas, apenas definidas, sobre todo en los muslos y nalgas. Ahora soy delgada, pero sé que no me sienta estar demasiado flaca, me queda la cara como de pescado.
Paseamos por Europa cerca de dos meses, yo no me tomaba vacaciones desde hacía tres años. Llegué a estar verdaderamente distendida; fue nuestra mejor época. Sin embargo, ya en ese tiempo Bob comenzaba a preocuparse por su salud. Antes de dormir me hablaba del sida. Un amigo suyo se había contagiado, no sabían de quién. Era gay y también trabajaba en la Industria, llevaba una vida bastante promiscua. Agonizaba con un sarcoma de Kaposi en una clínica en Berkeley. Los actores tenían la obligación de hacerse controles mensuales de seropositividad. Las productoras, por una cuestión de mostrar el máximo realismo, exigían que la eyaculación ocurriera ante las cámaras. Por eso, a pesar de todo, en las películas todavía no se acostumbraba a usar preservativos. Bob se jactaba, decía que de todas maneras en su caso no le hubieran servido: no los había de la medida de Slim.
El temor al sida influyó en su decisión de tomarse una larga temporada de vacaciones en Europa. De ahí volvimos a Los Angeles, que estaba tan sucia y soleada como siempre. A los diez días nos casamos en Reno. Bob lo quiso así y yo acepté.
Nuestras infancias no habían sido precisamente un modelo de amor familiar. Hacía cuatro años yo me había marchado a la costa Oeste desde Fort Lauderdale, Florida. Estaba harta de mi papá y sus perros. Eran galgos de carrera, tres en el momento en que me mandé a mudar: Little John, Cash y Snowball. Perros que ya no servían para perseguir a la liebre mecánica en el Canódromo, porque se les había apagado la velocidad, y con los cuales mi papá se había encariñado de tanto verlos correr -y de tanto perder nuestro dinero apostándoles.
Mamá se había ido hacia rato. Mis últimos recuerdos de ella son de los once años. Trabajaba en el mostrador de seguros en el Aeropuerto, vendía seguros de vuelo a los que iban a embarcarse. Se quejaba sin parar de los cubanos; siempre estaba borracha.
Yo me pasaba el día en casa, con los perros, comiendo manteca de maní, hamburguesas con papas fritas y otros supercongelados que sacaba del freezer. A los diecisiete ya no iba al colegio y no tenía ganas de aprender a escribir a máquina, ni computación, ni ninguna de esas cosas de administración y contabilidad indispensables para que una chica consiga un trabajo decente. Así que, cuando me harté de que mi papá también perdiera al póker, y arrancara los teléfonos de la pared en ataques de furia, y de que nuestra poca plata se gastara en alimento para los perros, y de que él les hablara -conmovido- de las grandes carreras que pudieron haber ganado e, incluso, de las que habían ganado, pero hacía ya mucho tiempo. Cuando me harté de todo, empecé a salir con un muchacho y con otro y otro, y en los hoteles miraba videos porno y el resto del día estaba en el gimnasio de Michael. De ser una gordita «manteca de maní» pasé a convertirme en una diosa flaca y musculosa.
Michael me conseguía clientes por una comisión, pero me daba cuenta de que lo mejor era hacer películas. Soñaba día y noche con filmar. Mis actrices favoritas eran las hermanitas Susan y Vivian Jones, Cinderella Byron y sin duda la magnífica, la más grande: Victoria “Sleeping Beauty” Morrison -ahora un poco madura-, que se había hecho famosa por escenas en las que la poseían, dormida como una muñeca, entre varios hombres. Siempre trabajaba para el gran John “Bigstick” Williams, el más taquillero de los videastas de la costa Oeste. Y de tanto ver películas decidí viajar a conocer ese ambiente. Pero no pude entrar a los estudios hasta que me casé con Bob.
A él no le había ido mejor con su familia. Me contaba que cuando tenía cinco años, su madre se hacía la muerta, a él lo aterraba no poder despertarla. También jugaban a «La mano muerta», que consistía en acostarse juntos en la cama y que su madre, con los ojos cerrados, dejara caer su mano, al azar, sobre cualquier parte del cuerpo de Bob. A veces le aplastaba los testículos, en general terminaba masturbándolo. A los dieciocho él quería adelgazar, le recortaba la grasa al jamón. Su madre, a propósito, le hacía sándwiches con esa grasa. Decía que le daba pena tirarla.
La única vez que visitamos a sus padres y hermanos en Wichita Falls, su madre me sorprendió. Era petisa, gorda, desinhibida y con una voz gruesa y rasposa. Tuve miedo de ella; me fui con la extraña sensación de que en esa casa todos eran hombres. Bob me contó, muy avergonzado, que en la adolescencia había sufrido convulsiones epilépticas. Perdía el control sobre sí mismo, se orinaba encima, era terrible. «Los chicos son los que están más solos», me decía. «No se pueden comunicar». Nunca supe con exactitud a qué se refería, incluso llegué a pensar que le habían hecho algo más que no me quería contar; una violación o algún tipo de ataque sexual.
Su primera experiencia con la pornografía le resultó rara. Sus compañeros de tercero de la preparatoria hacían circular, entre risitas, un libro de tapas forradas. La profesora se los quitó de las manos, se paró en el pasillo en medio de las filas de pupitres y lo encendió con un fósforo. Sorpresivamente el libro ardió con una gran llamarada, chisporroteaba como si estuviera impregnado de pólvora. Seguramente porque se trataba de un libro pornográfico.
Después de casados nos instalamos en Santa Mónica, en una casa de los suburbios, y comenzamos a pagar las cuotas de la hipoteca y de los dos autos. Entré a la Industria a través de mi esposo. Siempre hice papeles chicos, me resultaba difícil actuar. No porque tuviera vergüenza, en realidad las que más me costaban eran las escenas no sexuales. Aquellas en las que tenía que lucir natural, cotidiana, decir algo de texto.
Además, yo no era un fenómeno en ningún sentido, no gozaba de ninguna cualidad sobresaliente. Y casi todos los que trabajan en la Industria -porno o no porno- las tienen. Algunos, como Bob o Nancy, poseen enormes órganos; otros, un prodigioso desarrollo muscular, algunos -hombres o mujeres- son increíblemente hermosos y apuestos, otros -esos también son un fenómeno- son maravillosos actores. Al final una se da cuenta de que todos son extraordinarios en algo. Yo no contaba con ningún atributo, nunca me destaqué, ni llegué a interpretar papeles protagónicos.
No obstante, vivíamos bien; Bob ganaba mucho y yo aportaba lo mío. No necesitábamos atender clientes, que es lo más desagradable. (Siempre es mejor trabajar con gente de la profesión, es menos salvaje y peligroso. Las relaciones sexuales que se muestran al público ocurren entre compañeros de oficio, todos obedecen las órdenes del director. En el caso del encuentro con un cliente el vínculo es desparejo: ellos pagan y exigen.) No toda la gente de la Industria me gustaba, pero estábamos en el mismo oficio. No había lugar para el desprecio. Es cierto que existían jerarquías, pero en un sentido nos encontrábamos en el mismo plano.
Bob estaba orgulloso de la versatilidad actoral de Slim. Lo llamaba «Slim, el mentiroso». Era un artista en fingir el orgasmo. Había adquirido esta habilidad en su larga etapa de taxi-boy, cuando se acostaba con siete u ocho homosexuales por día. Era materialmente imposible eyacular cada vez. «Slim retenía el semen y yo gritaba como un cerdo en el matadero, Slim es un gran comediante. Después lo retiraba, él lentamente perdía parte de la erección y quedaba listo para el siguiente.»
Me hice vegetariana para acompañarlo, a él le asqueaba lo animal, «son todos cadáveres». Decía que un ambiente ideal para una porno es la carnicería, «el amante carnicero te dice la verdad de lo que sos: carne». Hacíamos una dieta ovo-lácteo-vegetariana. Paseábamos en moto. Después de estar todo el día en el cuarto, tocando la guitarra, él salía ahumado por el incienso. En la moto yo iba abrazada a su cintura; su pelo flameaba al viento, me hacía cosquillas en la nariz y me impregnaba de olor a incienso.
No nos resultaba fácil aceptar nuestro trabajo. Sabíamos que por el momento no podíamos hacer otra cosa. Ahorrábamos para el futuro, como tantos otros que dependen del rendimiento de sus cuerpos -en esto no éramos diferentes de cualquier deportista-. Estábamos hartos de las resbalosas sábanas de satén color crema, de los guantes de seda negra largos hasta más allá del codo, de abrir y cerrar braguetas, de engrasar órganos, de las uñas postizas esmaltadas de rojo sangre, de los infinitos consoladores y, sobre todo, de los machacantes y repetidos gritos de «Honey, I’m coming, I’m coming, Honey» en voces de hombres y mujeres, acompañados de las muecas correspondientes.
Bob les ponía nombre a nuestros trabajos actorales: éste se llamaba cinco mil dólares, aquél tres cuotas de la hipoteca, el otro medio auto. Odiábamos algunas escenas, particularmente aquellas en las que pervertían animales. (Nos gustaban los animales.) Recuerdo en especial los ejercicios de un cerdito con el pene como un tirabuzón y otra donde un delfín se masturbaba con el chorro de agua de su acuario.
Evitábamos ir a nuestras mutuas filmaciones, aunque a veces nos tocaba trabajar juntos y no podíamos negarnos. No me gustaba ver a mi pobre Bob atado sobre una mesa de torturas; o colgado del techo de una mazmorra medieval, con péndulos de plástico suspendidos de su pene, («el bueno de Slim cargado de cadenas», bromeaba Bob), mientras varias mujeres lo acariciaban, chupaban y mordían. O que señoras vestidas de cuero negro, con el pelo peinado con gel, lo flagelaran con látigos de utilería. Siempre lo contrataban para videos dirigidos a un público de lesbianas sadomasoquistas, entre ellas era una verdadera estrella. Encontraban en Bob una curiosa faceta femenina.
A él, por su parte, lo entristecía verme como «tragasables». Al principio, para lograr un control sobre mis náuseas, tuve que entrenarme durante muchos días presionando la base de mi lengua con los dedos. Eso reducía en parte el reflejo del vómito. Con el tiempo me convertí en una experta. Me tomó varias semanas dominar la técnica hasta lograr aceptar un pene en lo profundo de mi garganta. Me acostaba con la cabeza colgando por debajo del borde de la cama y así lo tragaba. Si debían repetir las tomas varias veces terminaba con un fuerte mareo por estar con la cabeza por debajo del nivel de mi cuerpo. No conseguía hacerlo si estaba resfriada: me asfixiaba.
Bob me suplicaba que nunca tragara el semen. Me llevaba al dentista muy seguido, tenía miedo de que la enfermedad entrara por una caries. Contaba de un amigo que se contagió a través de los ojos, lo habían salpicado con gotas de sangre de un sidoso.
A mí el esperma me da asco. Algunas chicas recomiendan tragarlo de golpe, dicen que así casi no le sienten el gusto. Yo solía retenerlo cerrando la garganta y, cuando cortaban la escena, la dejaba caer de costado, por la comisura de mis labios, sobre un Kleenex o una toalla. Describen su sabor como algo amargo, pero para mí es como una mezcla de harina y sebo de vela con olor a lavandina.
Cierta vez Bud Schultz, alias «el papero» -porque su familia tiene plantaciones de papas en Arkansas-, a quien también llamaban «La pistola más rápida del Oeste», se ofendió porque escupí y me limpié su semen en sus propios muslos. El hombre eyaculaba como un burro, lanzaba baldes de esperma. ¿Qué creía?, ¿que lo suyo era un don de los dioses?
Sólo una vez vi sonreír a Bob durante una filmación. Me observaba en una toma en la cual yo montaba y espoleaba a Helga, una sueca acromegálica de casi dos metros de altura, con nalgas y pechos bamboleantes como globos llenos de agua. Le habían puesto una montura y riendas de seda negra atravesaban sus labios como una mordaza. A él le causaba gracia verme clavarle las espuelas de goma -pintadas imitación metal-, y gritarle insultos de apostador que ha perdido una carrera en el hipódromo.
Por suerte todos éramos experimentados. Se consideraba una falta de profesionalismo que un actor se calentara de verdad. Esto perturbaba el trabajo de sus compañeros de escena. Es cierto que los hombres alcanzan un grado de excitación real, entran en erección; pero siempre hay un resquicio para el engaño, para la actuación. Se comprende que su deseo no es auténtico. El hecho de estar trabajando por dinero es de gran ayuda.
A los que se descontrolaban y lo hacían en serio, se los despreciaba. Eran los babosos -los llamábamos hot-dogs-, no reservaban lo verdadero para sus momentos íntimos. El problema era que muchos no gozaban de momentos íntimos: estaban solos, esos eran los más peligrosos. Buscarles novios o amantes se convertía en una cuestión de salud mental para el resto del equipo. Después de alguna escena especialmente fuerte decíamos en forma casi ritual: no fue nada personal. Es un viejo chiste del gremio, pero nunca pierde vigencia.
Habíamos festejado nuestro tercer aniversario de casados y sin duda éramos una de las parejas más estables entre nuestros amigos, cuando le di a Bob la noticia de mi embarazo.
Él estaba en el set, persiguiendo a Sally y a otras dos chicas que aparentaban tener doce pero, en verdad -por cuestiones legales-, ya habían cumplido los dieciocho. (Nunca supe dónde las encontraba Lucille, la persona encargada del casting y con quien todos tratábamos de congraciarnos.) Como decía, estaban esas chicas jugando badminton con sus polleritas de tenis y sin bombacha, con cintas en el pelo y chupetines de colores en las manos, correteando por un parque florido mientras Bob las acosaba desnudo. En un intermedio le anuncié que iba a ser padre. Mi marido era muy profesional, siguió filmando todo el día como si no le hubiera dicho nada y cuando nos encontramos en casa se derrumbó como un chico.
Atravesamos varias etapas. Al principio me exigía que abortara; era un suplicio para Bob no saber quién era el padre, no había sido un hijo buscado. Casi nos separamos. Yo tenía la certeza femenina de que era de él, estaba segura. Con el tiempo lo convencí o dejó de importarle; se resignaba diciendo que de todas maneras lo iba a querer.
Por unos días estuvo tranquilo, pero de inmediato lo acometió la vergüenza. Nunca vi a nadie sentirse más indigno. Decía que él no debía tener hijos, verían las películas y después no podría mirarlos a los ojos. Se deprimió tanto que llegó a meterse en cama varias semanas.
Fuimos de vacaciones a México, nos hacía falta. Allí jugó con los niños alojados en el hotel, antes jamás le habían interesado. Después del almuerzo solía contarles cuentos provincianos del Medio Oeste, a un grupo de chicos que se rebelaban cuando sus padres los mandaban a dormir y solían vagar aburridos por el hotel a la hora de la siesta. Bob nadó, desempolvó sus habilidades deportivas, unos cuantos adolescentes admiraron su destreza para ejecutar saltos ornamentales. Y, sobre todo, nadie lo reconoció; ese era en el fondo su gran temor.
Cuando regresamos todo parecía andar bien. Una vez se despertó a la madrugada y me dijo que quizás, dentro de unos años, las películas ya no le interesaran a nadie y podríamos comprar el lote completo por poco dinero y destruirlo. Para que se quedara tranquilo le dije que me parecía una buena idea. Pero él solo se dio cuenta de que se trataba de una de aquellas soluciones brillantes, concebidas durante el sueño y que, a la luz del día, se revelan como disparates. No sería posible juntarlas a todas, el material estaría disperso por el mundo.
Yo había dejado de trabajar. Cierto día, cuando cursaba el quinto mes de embarazo -y la curva lisa de mi vientre era bien visible-, le alcancé un Martini en la ducha. Me asusté cuando advertí que se había afeitado el culo. Le pregunté si lo había hecho por alguna exigencia del guión, pero no quiso contestarme. Me pareció un detalle siniestro, Bob tenía mucho vello, sus nalgas afeitadas resaltaban de manera obscena.
Por esa misma época empezó a no poder dormir. Alquilaba muy seguido videos de cualquier clase y se quedaba despierto hasta la mañana. Cuando yo abría los ojos me encontraba con la habitación bañada por la luz grisácea del televisor. Semanas más tarde me comentó que estaba preocupado por un hombre que veía en los videos. Esta persona parecía ajena a la escena que se proyectaba. A veces miraba directamente hacia la cámara, otras, pasaba por el fondo del decorado o entre los actores como si fuera invisible. Una vez se acercó a la pantalla y lo miró directo a los ojos. Tomó aire como para hablarle, Bob se asustó, pero después el hombre pareció arrepentirse y se retiró fuera de su visión. Siempre era el mismo tipo.
«Es un alma desencarnada que vaga atrapada en las películas, un fantasma del video», decía Bob. «Debe ser alguno de nosotros muerto.» Afirmaba que se lo topaba en distintos filmes que no tenían relación entre sí. Había intentado encontrar un común denominador, quizás habían sido producidos por la misma compañía, filmados en el mismo estudio o con los mismos técnicos. Comparaba los repartos de cada una y no hallaba similitudes. Le sugerí que consultáramos a un psiquiatra, pero no me hizo caso. Yo no quería comentar lo que sucedía con nadie, temía que la productora no volviera a contratarlo si pensaban que estaba loco. Según el convenio con el sindicato de actores todos sus trabajos se consideraban free-lance. Yo tenía pocas amigas a quienes contarles y no fueron de gran ayuda. Me recomendaron que esperara, decían que estaba atravesando por una crisis, ya se le iba a pasar. Y así fue, se le pasó o -con lo que vino después- dejó de tener importancia.
Una mañana durante el desayuno me dijo que se iba a buscar un trabajo decente, no podía destruir los videos, pero no iba a continuar haciéndolos. Si se lo explicábamos con inteligencia, nuestro hijo lo entendería. Lo tomaría como una etapa de nuestras vidas que habíamos dejado atrás. Yo estuve de acuerdo, en realidad, me emocionaron tanto sus palabras que lloré toda la mañana. Sentí que Bob había madurado.
Comenzó a trabajar en los gimnasios. Fue instructor de aparatos, dio clases de aerobics, se empleó como guardavidas en las playas de Santa Mónica. Ganaba el diez por ciento de lo que le pagaban por las películas.
Cuando estaba a un mes de la fecha del parto, una noche tuve ganas de tener relaciones con él, hacía mucho tiempo que no lo hacíamos. Lo destapé con delicadeza y le bajé los calzoncillos. Ni se movió, dormía profundamente, su nuevo trabajo en el gimnasio lo dejaba exhausto. Llevaba el pene atado al muslo con un grosero esparadrapo cubierto de tela adhesiva. Me quedé asombrada mirando aquello.
Sin pensarlo intenté quitárselo. Al tirar, arranqué los pelos pegados a la tela adhesiva, se despertó sobresaltado por el dolor, me dio un empujón y se apartó, sentándose contra la cabecera de la cama. «Slim se quiere meter adentro», me dijo aterrado, mientras agarraba con desesperación su pene con la mano derecha como si se tratara de una serpiente venenosa, «por eso lo tengo amarrado».
La mano le temblaba, la cabeza de su miembro había adquirido un color violáceo oscuro por la fuerza con que lo apretaba. «Te estás lastimando», le dije tomándolo por el brazo. Él me alejó nuevamente y me pidió cinta adhesiva. «Vos no entendés», me gritó mientras yo buscaba en el botiquín del baño, «cuando se meta en mi vientre me voy a morir».
Recorrimos médicos, no aceptó ir a un psiquiatra, decía que le iban a dar sedantes y cuando estuviera descuidado, su pene se enterraría en su panza. Al fin dimos con un médico de Hong Kong que dijo saber lo que ocurría.
Yo hubiera esperado encontrarlo en el barrio chino, pero su consultorio quedaba en el barrio chicano de Los Angeles, cerca del mercado de cítricos de la John Lennon Avenue. Me devolvió la confianza descubrir la sala de espera atestada, parecía un vagón de subte en la hora pico. Había gente de todos los colores y nacionalidades. Después de un largo rato, nos hizo pasar. Era un chino viejo, con unos bigotes largos y ralos. Tenía manos bondadosas, no hablaba en inglés. Nos habían contado que atendía en forma alternada: dos meses en Los Angeles y dos en Hong Kong. A su lado, otro chino -también viejo- oficiaba de intérprete. No había mucho que explicar. Bob se bajó los pantalones -por comodidad ya no usaba calzoncillos-; su pene estaba atado contra el muslo, sujeto por tres vueltas de tela adhesiva, sus colores iban desde el púrpura vinoso al del hígado crudo.
«Lo llevo anclado», intentó bromear Bob, aunque transpiraba de angustia. El médico dijo algo que el intérprete tradujo como: «Temor de que se marchite…er… encoja…, se meta dentro de abdomen. Enfermedad de la tortuga, arruga cuello y… desaparece». Cuando pronunció estas palabras, Bob lloró de miedo; temblaba como afiebrado y apretaba su miembro contra el muslo. El médico dijo algo breve, su traductor exclamó con tono severo: «Mucha autocomplacencia… vicio de la mano… Símbolo Yin. Ahora tu… mucho femenino.»
El médico abrió un armario laqueado de negro y tomó una cajita de cartón, de ella sacó un raro instrumento y se lo extendió a Bob con una leve sonrisa de compasión. Su gesto expresaba piedad, daba a entender que estaba desahuciado. Le dio una larga explicación, mostrando con ademanes elocuentes como se usaba el aparato aquel. El intérprete dijo: «Li-teng-hok… pone aquí adentro y ata… fuerte a la cintura…». El artefacto semejaba dos cucharas enfrentadas por su concavidad, allí se colocaba el glande y se las cerraba con una grampa. Ambas estaban unidas entre sí por el mango y éste, a su vez, a una cuerda que se ataba a la cintura. El pene sujeto por la cabeza y amarrado no podría escapar hacia el interior del cuerpo.
El médico chino, a modo de despedida, dijo en inglés: «Muy bueno». Mientras nos acompañaba hasta la puerta, el intérprete comentó en tono confidencial, pero con mucha mímica: «Paga doscientos dólares… Li-teng-hok muy bueno… de su abuelo… él también enfermedad de la tortuga». Tuve la impresión de que los chinos se aprovechaban de nosotros. Pero a Bob no le importó; se fue de allí desconsolado. Fabricó una copia del aparato adecuada a su tamaño y le envió de vuelta por correo el modelo original al médico.
Pocos días antes del parto desapareció y desde entonces no he vuelto a verlo, ni supe nada de él. Yo también necesité que me cuidaran; las chicas se turnaban en el hospital. Los primeros tiempos fueron muy duros, después me fui arreglando. Hacía pequeños papeles y, como con eso no nos alcanzaba para vivir, conseguí entrar en la oficina de casting. Al principio el sindicato de actores se opuso, me presionaron para que eligiera una cosa o la otra, pero los ablandé con mi historia.
De Bob nunca recibí noticias, ni siquiera los chismes habituales del estilo de: lo encontré en un bar en New York, o actúa para tal director. A veces pienso que regresó con su madre; otras, que se casó con otra, con la condición de no tener hijos -no podría soportarlo-. Cuando estoy deprimida pienso que se suicidó.
Bobby ya cumplió seis años, en este momento está comiendo cereal con leche, me pregunta si se puede sonar los mocos en la pileta de la cocina. Afuera, en el patio trasero, un gorrión picotea entre las baldosas andando a los saltitos. Pienso que algún día le mostraré a Bobby las películas de su padre. Para que lo conozca.

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El aljibe – Mariana Enriquez

Lo que tiene de genial este cuento, y en general la escritura de Mariana Enriquez, es que encuentra y explota el terror que subyace en lo cotidiano. Donde la mirada de uno pasa casi sin prestar atención, ahí la autora escribe un cuento tremendo. 

En sus cuentos el horror está en todas partes, en un hotel antiguo, en un barrio maldito, en una mujer con la cara desfigurada por las quemaduras, en las obsesiones de los seres solitarios y en muchos lugares más. Al acercarnos a sus cuentos nos damos cuenta de que el terror nos rodea y nos envuelve todo el tiempo, todos los días. 

Hoy les compartimos  “El aljibe”, un cuento que es parte del libro «Los peligros de fumar en la cama», y trata sobre la brujería, sobre los famosos gualichos o “trabajos”, y lo bueno que tiene es que nos acerca al territorio de lo conocido. ¿Quién no tiene una anécdota propia o ajena sobre un trabajo que le hicieron a alguien? ¿Quién no encontró alguna vez una macumba en la calle y la miró pensando en que esas cosas no hay que mirarlas ni tocarlas porque si no, el mal se nos impregnaría?

Cuando se trata de ese tipo de cosas muchos decimos que no creemos, que esas cosas no existen, pero muy en el fondo nos atraen y también nos aterran.

El aljibe

I am terrified by this dark thing
That sleeps in me;
All day I feel its soft, feathery turnings, its malignity.

Sylvia Plath


Josefina recordaba el calor y el hacinamiento dentro del Renault 12 como si el viaje hubiera sucedido apenas unos días atrás y no cuando ella tenía seis años, poco días después de Navidad, bajo el asfixiante sol de enero. Su padre manejaba, casi sin hablar; su madre iba en el asiento de adelante y, en el de atrás, Josefina había quedado atrapada entre su hermana y su abuela Rita, que pelaba mandarinas e inundaba el auto con el olor de la fruta recalentada. Iban de vacaciones a Corrientes, a visitar a los tíos maternos, pero eso era sólo una parte del gran motivo del viaje, que Josefina no podía adivinar. Recordaba que ninguno hablaba mucho; su abuela y su madre llevaban anteojos oscuros y sólo abrían la boca para alertar sobre algún camión que pasaba demasiado cerca del auto, o para pedirle a su padre que disminuyera la velocidad, tensas y alertas a la espera de un accidente.


Tenían miedo. Siempre tenían miedo. En verano, cuando Josefina y Mariela querían bañarse en la Pelopincho, la abuela Rita llenaba la pileta con apenas diez centímetros de agua y vigilaba cada chapoteo sentada en una silla bajo la sombra del limonero del patio, para llegar a tiempo si sus nietas se ahogaban. Josefina recordaba que su madre lloraba y llamaba a médicos y ambulancias de madrugada si ella o su hermana tenían unas líneas de fiebre. O las hacía faltar a la escuela ante un inofensivo catarro. Nunca les daba permiso para dormir en casa de amigas, y apenas las dejaba jugar en la vereda; si lo hacía, podían verla vigilándolas por la ventana, escondida detrás de las cortinas. A veces Mariela lloraba de noche, diciendo que algo se movía debajo de su cama, y nunca podía dormir con la luz apagada. Josefina era la única que nunca tenía miedo, como su padre. Hasta aquel viaje a Corrientes.


Apenas recordaba cuántos días habían pasado en casa de los tíos, ni si habían ido a la Costanera o a caminar por la peatonal. Pero se acordaba perfectamente de la visita a la casa de doña Irene. Ese día el cielo estaba nublado, pero el calor era pesado, como siempre en Corrientes antes de una tormenta. Su padre no las había acompañado; la casa de doña Irene quedaba cerca de la de los tíos, y las cuatro habían ido caminando acompañadas de la tía Clarita. No la llamaban bruja, le decían La Señora; su casa tenía un patio delantero hermoso, un poco demasiado recargado de plantas, y casi en el centro había un aljibe pintado de blanco; cuando Josefina lo vio se soltó de la mano de su abuela y corrió ignorando los aullidos de pánico, para verlo de cerca y asomarse al pozo. No pudieron detenerla antes de que viera el fondo y el agua estancada en lo profundo.


Su madre le dio un cachetazo que la habría hecho llorar si Josefina no hubiera estado acostumbrada a esos golpes nerviosos que terminaban en llantos y abrazos y «mi nenita, mi nenita, mirá si te pasa algo». Algo como qué, había pensado Josefina. Si ella nunca había pensado en tirarse. Si nadie iba a empujarla. Si ella sólo quería ver si el agua reflejaba su cara, como siempre sucedía en los aljibes de los cuentos, su cara como una luna con cabello rubio en el agua negra.


Josefina la había pasado bien esa tarde en casa de La Señora. Su madre, su abuela y su hermana, sentadas sobre banquetas, habían dejado que Josefina curioseara las ofrendas y chucherías que se amontaban frente a un altar; la tía Clarita, respetuosa, esperaba mientras tanto en el patio, fumando. La Señora hablaba, o rezaba, pero Josefina no podía recordar nada extraño, ni cánticos, ni humaredas, ni siquiera que tocara con las manos a su familia. Solamente les susurraba lo suficientemente bajo como para que ella no pudiera escuchar lo que decía, pero no le importaba: sobre el altar descubría escarpines de bebé, ramos de flores y ramas secas, fotografías en color y blanco negro, cruces decoradas con lazos rojos, estampitas de santos, muchos rosarios –de plástico, de madera, de metal plateado– y la fea figura del santo al que su abuela le rezaba, San La Muerte, un esqueleto con su guadaña, repetida en diferentes tamaños y materiales, algunas veces tosco, otras tallado al detalle, con los huecos de los globos oculares negrísimos y la sonrisa amplia.


Al rato, Josefina se aburrió y La Señora le dijo: «Chiquita, por qué no te acostás en el sillón, andá». Ella lo hizo y se durmió al instante, sentada. Cuando despertó, ya era de noche y la tía Clarita se había cansado de esperar. Tuvieron que volver caminando solas. Josefina se acordaba que, antes de salir, había tratado de volver a mirar dentro del aljibe, pero no se había animado. Estaba oscuro y la pintura blanca brillaba como los huesos de San La Muerte; era la primera vez que sentía miedo. Volvieron a Buenos Aires pocos días después. La primera noche en casa, Josefina no había podido dormir cuando Mariela apagó el velador.

Mariela dormía tranquilamente en la camita de enfrente, y ahora el velador estaba en la mesa de luz de Josefina, que recién tenía sueño cuando las agujas fosforescentes del reloj de Hello Kitty marcaban las tres o las cuatro de la madrugada. Mariela se abrazaba a un muñeco y Josefina veía que los ojos de plástico brillaban humanos en la semioscuridad. O escuchaba cantar un gallo en plena noche y recordaba –pero ¿quién se lo había dicho?– que ese canto, a esa hora, era señal de que alguien iba a morir. Y debía ser ella, así que se tomaba el pulso –había aprendido a hacerlo viendo a su madre, que siempre les controlaba la frecuencia de los latidos cuando tenían fiebre–. Si eran demasiado rápidos, tenía tanto miedo que ni siquiera se atrevía a llamar a sus padres para que la salvaran. Si eran lentos, se apoyaba la mano en el pecho para controlar que el corazón no se detuviera. A veces se dormía contando, atenta al minutero. Una noche había descubierto que la mancha de revoque en el techo, justo sobre su cama –el arreglo de una gotera– tenía forma de rostro con cuernos, la cara del diablo. Eso sí se lo había dicho a Mariela; pero su hermana, riéndose, dijo que las manchas eran como las nubes, que se podían ver distintas formas si uno las miraba demasiado. Y que ella no veía ningún diablo, le parecía un pájaro sobre dos patas. Otra noche había escuchado el relincho de un caballo o un burro… pero las manos le empezaron a transpirar cuando pensó que debía ser el Alma Mula, el espíritu de una muerta que transformado en mula no podía descansar y salía a trotar de noche. Eso se lo había contado a su padre; él le besó la cabeza, dijo que eran pavadas y a la tarde lo había escuchado gritarle a su madre: «¡Que tu vieja deje de contarle pelotudeces a la nena! ¡No quiero que le llene la cabeza, ignorante supersticiosa de mierda!». La abuela negaba haberle contado nada, y no mentía. Josefina no tenía idea de dónde había sacado esas cosas, pero sentía que las sabía, como sabía que no podía acercar la mano a una hornalla encendida sin quemarse, o que en otoño tenía que ponerse un saquito sobre la remera porque de noche refrescaba.


Años después, sentada frente a uno de sus tantos psicólogos, había tratado de explicarse y racionalizar cada miedo: lo que Mariela había dicho del revoque podía ser cierto, a lo mejor le había escuchado contar esas historias a la abuela porque eran parte de la mitología correntina, a lo mejor un vecino del barrio tenía un gallinero, a lo mejor la mula era de los botelleros que vivían a la vuelta. Pero no creía en la explicaciones. Su madre solía ir a las sesiones y explicaba que ella y su madre eran «ansiosas» y «fóbicas», que por cierto podían haberle contagiado esos miedos a Josefina; pero se estaban recuperando, y Mariela había dejado de sufrir terrores nocturnos, así que «lo de Jose» sería cuestión de tiempo.

Pero el tiempo fueron años, y Josefina odiaba a su padre porque un día se había ido dejándola sola con esas mujeres que ahora, después de años de encierro, planeaban vacaciones y salidas de fin de semana mientras ella se mareaba cuando llegaba a la puerta; odiaba haber tenido que dejar la escuela y que su madre la acompañara a rendir los exámenes cada fin de año; odiaba que los únicos chicos que visitaban su casa fueran amigos de Mariela; odiaba que hablaran de «lo de Jose» en voz baja, y sobre todo odiaba pasarse días en su habitación leyendo cuentos que de noche se transformaban en pesadillas. Había leído la historia de Anahí y la flor del ceibo, y en sueños se le había aparecido una mujer envuelta en llamas; había leído sobre el urataú, y ahora antes de dormirse escuchaba al pájaro, que en realidad era una chica muerta, llorando cerca de su ventana. No podía ir a La Boca porque le parecía que debajo de la superficie del riachuelo negro había cuerpos sumergidos que seguro intentarían salir cuando ella estuviera cerca de la orilla. Nunca dormía con una pierna destapada porque esperaba la mano fría que la rozara. Cuando su madre tenía que salir, la dejaba con la abuela Rita; y si se retrasaba más de media hora, Josefina vomitaba porque la tardanza sólo podía significar que se había muerto en un accidente. Pasaba corriendo frente al retrato del abuelo muerto al que jamás había conocido porque podía sentir cómo la seguían sus ojos negros, y nunca se acercaba al cuarto donde estaba el viejo piano de su madre porque sabía que cuando nadie lo tocaba, se ocupaba de hacerlo el diablo.

Desde el sillón, con el pelo tan grasoso que parecía siempre húmedo, veía pasar el mundo que se estaba perdiendo. Ni siquiera había ido al cumpleaños de quince de su hermana, y sabía que Mariela se lo agradecía. Iba de un psiquiatra a otro desde hacía tiempo, y ciertas pastillas le habían permitido empezar la secundaria, pero sólo hasta tercer año, cuando había descubierto que en los pasillos del colegio se escuchaban otras voces bajo el murmullo de los chicos que planeaban fiestas y borracheras; cuando desde adentro del baño, mientras hacía pis, había visto pies descalzos caminando por los azulejos y una compañera le dijo que debía ser la monja suicida que años atrás se había colgado del mástil. Fue inútil que su madre y la directora y la psicopedagoga le dijeran que ninguna monja se había matado jamás en el patio; Josefina ya tenía pesadillas sobre el Sagrado Corazón de Jesús, sobre el pecho abierto de Cristo que en sueños sangraba y le empapaba la cara, sobre Lázaro, pálido y podrido levantándose de una tumba entre las rocas, sobre ángeles que querían violarla.


Así que se había quedado en casa, y de vuelta a rendir materias cada fin de año con certificado médico. Y mientras tanto Mariela volvía de madrugada en autos que frenaban en la puerta, y se escuchaban los gritos de los chicos al final de una noche de aventuras que Josefina ni siquiera podía imaginar. Envidiaba a Mariela incluso cuando su madre le gritaba porque la cuenta del teléfono era impagable; si sólo ella hubiera tenido alguien con quién hablar. Porque no le servía el grupo de terapia, todos esos chicos con problemas reales, con padres ausentes o infancias llenas de violencia que hablaban de drogas y sexo y anorexia y desamor. Y sin embargo seguía yendo, siempre en taxi, de ida y de vuelta –y el taxista tenía que ser siempre el mismo, y esperarla en la puerta, porque se mareaba y los latidos de su corazón no la dejaban respirar si se quedaba sola en la calle. No había subido a un colectivo desde aquel viaje a Corrientes y la única vez que había estado en el subterráneo gritó hasta quedarse afónica, y su madre tuvo que bajarse en la estación siguiente; ésa vez la había zamarreado y arrastrado por las escaleras, pero a Josefina no le importó porque tenía que salir de cualquier manera de ese encierro, ese ruido, esa oscuridad serpenteante.

Las pastillas nuevas, celestes, casi experimentales, relucientes como recién salidas del laboratorio, eran fáciles de tragar y en apenas un rato lograban que la vereda no pareciera un campo minado; hasta la hacían dormir sin sueños que pudiera recordar, y cuando apagó el velador una noche, no sintió que las sábanas se enfriaban como una tumba. Seguía teniendo miedo, pero podía ir al kiosko sola sin la seguridad de morir en el trayecto. Mariela parecía más entusiasmada que ella. Le propuso salir juntas a tomar un café, y Josefina se atrevió –en taxi ida y vuelta, eso sí–; esa tarde había podido hablar como nunca con su hermana, y se sorprendió planeando ir al cine (Mariela prometió salir en mitad de la película si hacía falta) y hasta confesando que a lo mejor tenía ganas de ir a la facultad, si en las aulas no había demasiada gente y las ventanas o puertas le quedaban cerca. Mariela la abrazó sin vergüenza, y al hacerlo tiró una de las tazas de café al piso, que se partió justo a la mitad. El mozo juntó los restos sonriente, y cómo no, si Mariela era hermosa con sus mechones de pelo rubio sobre la cara, los labios gruesos siempre húmedos y los ojos apenas delineados de negro para que el verde del iris hipnotizara a los que la miraban.


Salieron varias veces más a tomar café –lo del cine nunca pudo concretarse– y una de esas tardes, Mariela le trajo los programas de varias carreras que podían gustarle a Josefina –Antropología, Sociología, Letras–. Pero parecía inquieta, y ya no con el nerviosismo de las primeras salidas, cuando debía estar preparada para llamar de urgencia a un taxi –o a una ambulancia, en el peor de los casos– para llevar a Josefina de vuelta a casa o a la guardia de un hospital. Acomodó los mechones de largo pelo rubio detrás de las orejas y encendió un cigarrillo.


–Jose– le dijo. –Hay una cosa.
–¿Qué?
–¿Te acordás cuando viajamos a Corrientes? Vos tendrías seis años, yo ocho…
–Sí.
–Buen, ¿te acordás que fuimos a una bruja? Mamá y la abuela fueron porque ellas
eran como vos, así, tenían miedo todo el tiempo, y se fueron a curar.


Josefina ahora la escuchaba atentamente. El corazón le latía muy rápido, pero respiró hondo, se secó las manos en los pantalones y trató de concentrarse en lo que decía su hermana, como le había recomendado su psiquiatra («Cuando viene el miedo», le había dicho, «prestale atención a otra cosa. Cualquier cosa. Fijate qué está leyendo la persona que tenés al lado. Leé los carteles de las publicidades, o contá cuántos autos rojos pasan por la calle».)


–Y yo me acuerdo que la bruja dijo que podían volver si les pasaba otra vez. A lo mejor podrías ir. Ahora que estás mejor. Yo sé que es una locura, parezco la abuela con sus boludeces de la provincia, pero a ellas se les pasó ¿o no?
–Mariel, yo no puedo viajar. Vos sabés que no puedo.
–¿Y si yo te acompaño? Me la banco, en serio. Lo planeamos bien.
–No me animo. No puedo.
–Buen. Si te animás, pensalo, qué se yo. Yo te ayudo en serio.

La mañana que intentó salir de la casa para ir a anotarse en la facultad, Josefina descubrió que el trayecto de la puerta al taxi le resultaba infranqueable. Antes de poner un pie en la vereda le temblaban las rodillas, y ya lloraba. Hacía varios días que notaba un estancamiento y hasta un retroceso en el efecto de las pastillas; había vuelto esa imposibilidad de llenar los pulmones, o mejor, esa atención obsesiva que le prestaba a cada inspiración, como si tuviera que controlar la entrada de aire para que el mecanismo funcionara, como si se estuviera dándose respiración boca a boca para mantenerse viva. Otra vez se paralizaba ante el menor cambio de lugar de los objetos de su habitación, otra vez tenía que encender ya no sólo la luz del velador, sino el televisor y la lámpara de techo para dormir, porque no soportaba ni una sola sombra. Esperaba cada síntoma, los reconocía; pero por primera sentía algo por debajo de la resignación y la desesperación. Estaba enojada. También estaba agotada, pero no quería volver a la cama a tratar de controlar los temblores y la taquicardia, ni arrastrarse hasta el sillón en pijama para pensar en el resto de su vida, en un futuro de hospital psiquiátrico o enfermeras privadas –porque no podía recurrir al suicidio, ¡si tenía tanto miedo de morirse!


En cambio, empezó a pensar en Corrientes y la Señora. Y en cómo era la vida en su casa antes del viaje. Recordó a su abuela llorando en cuclillas al lado de la cama, rezando para que parara la tormenta, porque le tenía miedo a los rayos, a los truenos, a los relámpagos, incluso a la lluvia. Recordó que su madre miraba por la ventana con ojos desorbitados cada vez que se inundaba la calle, y cómo gritaba que se iban a ahogar todos si no bajaba el agua. Recordó que Mariela nunca quería ir a jugar con los hijos de los vecinos, ni siquiera cuando la venían a buscar, y se abrazaba a sus muñecos como si temiera que se los robaran. Se acordó de que su padre llevaba a su madre una vez por semana al psiquiatra, y que ella siempre volvía semidormida, directo a la cama. Y hasta se acordó de doña Carmen, que se encargaba de hacerle los mandados y cobrarle la jubilación a su abuela, que no quería –no podía, ahora Josefina lo sabía– salir de la casa. Doña María llevaba diez años muerta, dos más que su abuela, y después del viaje a Corrientes sólo visitaba para tomar el té, porque todos los encierros y terrores se habían terminado. Para ellas. Porque para Josefina, recién empezaban.


¿Qué había pasado en Corrientes? ¿La Señora se había olvidado de «curarla» a ella? Pero, si no tenía que curarla de nada, si Josefina no tenía miedo. Pero entonces, si poco después había empezado a padecer lo mismo que las otras, ¿por qué no la habían llevado con La Señora? ¿Porque no la querían? ¿Y si Mariela se equivocaba? Josefina empezó a comprender que el enojo era el límite, que si no se aferraba al enojo y lo dejaba llevarla hasta un micro de larga distancia, hasta La Señora, nunca podría salir de ese encierro, y que valía la pena morir intentándolo.


Esperó a Mariela despierta una madrugada, y le hizo un café para despejarla.
–Mariel, vamos. Me animo.
–¿Adónde?
Josefino tuvo miedo de que su hermana retrocediera, retirara el ofrecimiento, pero se dio cuenta que no le entendía sólo porque estaba bastante borracha.
–A Corrientes, a ver a la bruja.
Mariela la miró completamente lúcida de golpe.
–¿Estás segura?
–Ya lo pensé, tomo muchas pastillas y duermo todo el camino. Si me pongo mal…me das más. No hacen nada. Como mucho, dormiré un montón.

Josefina subió casi dormida al micro; lo esperó al lado de su hermana en un banco, roncando con la cabeza apoyada sobre el bolso. Mariela se había asustado cuando la vio tomar cinco pastillas con un trago de Seven-Up, pero no le dijo nada. Y funcionó, porque Josefina despertó recién en la terminal de Corrientes, con la boca llena de sabor ácido y dolor de cabeza. Su hermana la abrazó durante todo el viaje en taxi hasta la casa de los tíos, y Josefina intentó no partirse los dientes de tanto rechinarlos. Se fue directo a la pieza de la tía Clarita, que las esperaba, y no aceptó comida ni bebida ni visitas de parientes; apenas podía abrir la boca para tragar las pastillas, le dolían las mandíbulas y no podía olvidar la ráfaga de odio y pánico en los ojos de su madre cuando le dijo que se iba a buscar a la bruja, ni cómo le había dicho: «Sabés bien que es al pedo» con tono triunfal. Mariela le había gritado «yegua hija de puta», y no quiso escuchar ninguna explicación; encerrada en la habitación con Josefina, se quedó toda la noche despierta sin hablar, fumando, eligiendo remeras y pantalones frescos para el calor de Corrientes. Cuando salieron para la terminal Josefina ya estaba drogada, pero bastante consciente como para notar que su madre no había salido de su pieza para despedirlas.


La tía Clarita les dijo que La Señora seguía viviendo en el mismo lugar, pero estaba muy vieja y ya no atendía a la gente. Mariela insistió: sólo para verla habían venido a Corrientes, y no se iban a ir hasta que las recibiera. En los ojos de Clarita asomaba el mismo miedo que en el de su madre, se dio cuenta Josefina. Y también supo que no las iba a acompañar, así que apretó el brazo de Mariela para interrumpir sus gritos («¡Pero qué mierda te pasa, por qué vos tampoco la querés ayudar, no ves cómo está!») y le susurró: «Vamos solas». En las tres cuadras hasta la casa de La Señora, que le parecieron kilómetros, Josefina pensó en ese «¡no ves como está!» y se enojó con su hermana. Ella también podría ser linda si no se le cayera el pelo, si no tuviera esas aureolas sobre la frente que dejaban ver el cuero cabelludo; podría tener esas piernas largas y fuertes si fuera capaz de caminar al menos una vuelta manzana; sabría cómo maquillarse si tuviera para qué y para quién; sus manos serían bellas si no se comiera las uñas hasta la cutícula; su piel sería dorada como la de Mariela si el sol la tocara más seguido. Y no tendría los ojos siempre enrojecidos y las ojeras si pudiera dormir o distraerse con algo más que la televisión o Internet.


Mariela tuvo que aplaudir en el patio de La Señora para que abriera la puerta, porque la casa no tenía timbre. Josefina miró el jardín, ahora muy descuidado, las rosas muertas de calor, las azucenas exangües, las plantas de ruda por todas partes, crecidas hasta alturas insólitas. La Señora apareció en el umbral cuando Josefina localizó el aljibe, casi oculto entre pastos, la pintura blanca tan descascarada que era posible ver los ladrillos rojos debajo.

La Señora las reconoció enseguida, y las hizo pasar. Como si las esperara. El altar seguía en pie, pero tenía el triple de ofrendas, y un San La Muerte enorme, del tamaño de un crucifijo de iglesia; dentro de los ojos huecos brillaban lucecitas intermitentes, seguramente de una guirnalda eléctrica navideña. Quiso sentar a Josefina en el mismo sillón donde se había dormido casi veinte años atrás, pero tuvo que correr a buscar un balde, porque habían empezado las arcadas; Josefina vomitó fluidos intestinales y sintió que el corazón le obturaba la garganta, pero La Señora le puso un mano en la frente.
–Respirá hondo, criatura, respirale.
Josefina le hizo caso, y por primera vez en muchos años volvió a sentir el alivio de los pulmones llenos de aire, libres, ya no atrapados detrás de las costillas. Tuvo ganas de llorar, de agradecerle; tuvo la seguridad de que La Señora la estaba curando. Pero cuando levantó la cabeza para mirarla a los ojos, tratando de sonreír con los dientes apretados, vio pena y arrepentimiento en La Señora.
–Nena, no hay nada que hacerle. Cuando te trajeron acá, ya estaba listo. Le tuve que tirar al aljibe. Yo sabía que los santitos no me lo iban a perdonar, que Añá te iba a traer de vuelta.
Josefina negó con la cabeza. Se sentía bien. ¿Qué quería decirle? ¿Estaría de verdad vieja y ya loca, como había dicho la tía Clarita? Pero La Señora se levantó suspirando, se acercó al altar y trajo de vuelta una foto vieja. La reconoció: su madre y su abuela, sentadas en un sillón, y entre ellas Mariela a la derecha y un hueco a la izquierda, donde debía estar Josefina.
–Me dieron una pena, una pena. Las tres con malos pensamientos, con carne de gallina, con un daño de muchos años. Yo me sobresaltaba de mirarlas nomás, eructaba, no les podía sacar de adentro los males.
–¿Qué males?
–Males viejos, nena, males que no se pueden decir –La Señora se santiguó. –Ni el Cristo de las Dos Luces podía con eso, no. Era viejo. Muy atacadas estaban. Pero vos nena no estabas. No estabas atacada. No sé por qué.
–¿Atacada de qué?
–¡Males! No se pueden decir –La Señora se llevó un dedo a los labios, pidiendo silencio, y cerró los ojos. –Yo no podía sacarles lo podrido y meterlo adentro mío porque no tengo esa fuerza, y no la tiene nadie. No podía fluidar, no podía limpiar. Podía nomás pasarlos, y los pasé. Te los pasé a vos, nena, cuando dormías acá. El Santito decía que no te iba a atacar tanto, porque estabas pura vos. Pero el Santito me mintió, o yo no le entendí. Ellas te los querían pasar, que te iban a cuidar decían. Pero no te cuidaron. Y yo le tuve que tirar. A la foto, la tiré al aljibe. Pero no se puede sacar. No te los puedo sacar nunca porque los males están en la foto tuya en el agua, y ya se habrá pudrido la foto. Ahí quedaron en la foto tuya, pegados a vos.
La Señora se tapó la cara con las manos. Josefina creyó ver que Mariela lloraba, pero no le prestó atención porque trataba de entender.
–Se quisieron salvar ellas, nena. Ésta también –Y señaló a Mariela –Era chica pero era bicha, ya.
Josefina se levantó con el resto de aire que le quedaba en los pulmones, con la nueva fuerza que le endurecía las piernas. No iba a durar mucho, estaba segura, pero por favor que fuera suficiente, suficiente para correr hasta el aljibe y arrojarse al agua de lluvia y ojalá que no tuviera fondo, ahogarse ahí con la foto y la traición. La Señora y Mariela no la siguieron, y Josefina corrió todo lo que pudo pero cuando alcanzó los bordes del aljibe las manos húmedas resbalaron, las rodillas se agarrotaron y no pudo, no pudo trepar, y apenas alcanzó a ver el reflejo de su cara en el agua antes de caer sentada entre los pastos crecidos, llorando, ahogada, porque tenía mucho mucho miedo de saltar.

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Sakura-gari – Alejandra Kamiya

Alejandra Kamiya nació en Buenos Aires en 1966. Se formó en el taller Abelardo Castillo entre 2009 y 2014. Según sus palabras: “creció en una casa multicultural”. Hija de padre japonés y madre argentina.


Cuenta que llegó a la escritura a partir de un sorteo que vió en un anuncio en el supermercado. La consigna era armar un texto en base a un párrafo previo y el primer premio se ganaba una estadía en un spa. Alejandra gana el primer premio y durante la ceremonía de premiación todos los demás ganadores le preguntaban hacía cuanto que escribía y ella ahí pudo vislumbrar la posibilidad de dedicarse a la escritura. Comenzó con los talleres de Inés Fernández Moreno y continuó con los talleres de Abelardo Castillo. 

Hay algo de la esencia del Haiku en la escritura de Alejandra, la presencia de la naturaleza, el instante, la descripción breve que culmina con un elemento disruptivo que sorprende y emociona. Hay algo de la esencia del Zen también, en la austeridad, la búsqueda de la simpleza que hay en lo cotidiano, en una conversación con un padre, en la preparación de un desayuno. Su escritura nos enseña que en lo simple se encuentran las cosas más significativas. 

Les compartimos el cuento “SAKURA-GARI”, parte de su último libro La paciencia del agua sobre cada piedra, editado por Eterna Cadencia. 
El título del cuento, se podría traducir como “cazador/a de flores de cerezo”. Kari, en japonés, significa caza, pero hay ciertas palabras que cuando se las une a otro término, cambian de sonido, en este caso gari.

SAKURA-GARI

Si la muerte fuera mala estaríamos
rodeados de animales enloquecidos. 
Rainer Maria Rilke

Las dos amamos el silencio, y soy siempre yo, la torpe, la que no puede andar por él sin romperlo, como si fuera una capa de hielo que se resquebraja y se hace ruidos en lugar de trizas. Sakura en cambio no lo rompe, sus pasos y sus saltos caen como los copos de nieve y las superficies los reciben sin oponerse. 
Así vino a mí esta mañana, sin romper el silencio. Yo no tardé en hacerlo: calenté agua y puse yerba en el mate, corté fruta y cada movimiento mío se tradujo en una grieta de sonido. 
Ella hizo ochos rozándome las piernas. Maulló un saludo o tal vez el pedido de la primera ración de comida. 
Después de comer un poco volvió a mirarme y me preguntó si yo estaba bien. Hacía mucho tiempo que no me hablaba. 
Me sugirió algo acerca del pasto e insistió en que debía probarlo, a lo que finalmente respondí que yo era así, que mi gesto no tenía que ver con ningún malestar físico sino con mi espíritu nostálgico, tal vez melancólico.
Ella preguntó qué era “nostálgico” y me quedé pensando. Finalmente le dije que se trataba de extrañar el pasado. 
Pegó un salto silencioso del piso a la mesa y dijo, mientras se acercaba, sinuosa como es ella, “¿Qué es pasado?”.
“Cuando salís de la casa y te vas al fondo, a trepar el liquidámbar y aquella pared, la casa es el pasado, cuando saltás a la pared, el jardín es el pasado”.
Hizo un sonido suave, una eme larga, pasando el costado de su cuerpo contra el frasco de vidrio azul en el que guardo el té. Seguramente pensó que si era así, yo debía, simplemente, volver al pasado, como ella volvería del jardín a la casa si quisiera.
Se acercó y se sentó en el triángulo dorado de sol sobre la mesa, junto a la pava. Yo seguí pensando cómo explicar mi espíritu, su melancolía. 
Pensé y no dije que el espacio se parece a la tierra y el tiempo al aire y que no puedo volver al aire que acaba de entrar cuando abrí la ventana. 
“Es como si al salir al jardín dejaras las patas dentro de la casa”, dijo.
Sonreí.
Según esa imagen, yo tenía las patas en el pasado y las manos en el mañana. Solo el torso con sus vísceras y sus miserias, en el presente, incómodo.
“Sí”, dije, “las manos en el miedo a perder”.
“¿Qué es perder?”, dijo ella estirándose. 
“Es no tener”.
“¿Qué es tener?”, dijo, estirada al sol. 
“Es una forma de poder sobre las cosas”.
“Tomarlas”, dijo y se volvió sobre su lomo. 
“Tomarlas… o más bien disfrutarlas”, dije.
Desde ese punto de vista, pensé, ella tenía todo, disfrutaba cada cosa.
“El tema no es lo que tenemos sino lo que no tenemos”, agregué. 
Vi cómo se le erizaba el pelo, ahí en la línea negra del lomo que luego se derrama en líneas verticales que caen por sus costados simétricos. 
El tema, me repetí, es lo que no tenemos. 
También era todo lo que ella no tenía. 
Como siempre: ella no iba a ver cuál era el problema. 
“El problema, dicen, es lo que queremos”, agregué y eché un hilo de agua sobre la yerba, en el mate.
Ella me miró y me dijo “Querer es el hambre, lo recuerdo”, y se puso en posición de ataque, haciendo pequeñísimos movimientos con sus patas traseras. 
“Sí, y hay quienes creen que lo ideal es no tener hambre nunca”. 
Ella miró la heladera y sentí que me acusaba. 
“Satisfacer un hambre genera otro, Saku”, dije en mi defensa. 
Ella entrecerró los ojos un poco y miró hacia el otro lado. 
El riesgo de nuestras conversaciones era que ella perdiera el interés. Cuando esto ocurría, simplemente se lamía una pata o maullaba: dejaba de hablar. 
Era claro que la idea de no satisfacer el hambre no le resultaba interesante. Intenté continuar. “¿Es mejor el hambre o la comida?”, improvisé.
Ella entreabrió un poco los ojos que ya había cerrado. Parpadeó. “Lo mejor ocurre entre las dos”, dijo lamiéndose una pata. 
Si no tuviera más hambre, pensé, se quedaría en ese lugar. La imaginé echada, como ahora, en ese lugar perfecto que no deseo, tan de Dios. 
Pensé en mí, mi vida, corriendo detrás de las cosas que no quiero. Pero era demasiado obvio para decírselo a ella. Ya habíamos hablado una vez acerca del dinero. La pena que sintió por mí aquella vez que me hizo jurar que no iba a volver a ponerme tan en evidencia en frente suyo. 
“Lo que ocurre cuando comiste”, dije, “se parece a la muerte”. 
“Entonces”, dijo, “la muerte es buena”. 
No tenía forma de desmentir aquello y dejé en el aire un inaudible “No creo” y le acaricié la cabeza. Ella se arqueó para prolongar la caricia por su cuello. 
“Lo que ocurre entre las dos”, había dicho ella. Lo que le gustaba era esa especie de jardín entre el deseo y la satisfacción.
Sin darme cuenta, estaba acariciándole el lomo y ella ronroneaba estirada sobre la mesa. 
Recordé el cuento en el que un hombre que sufre un accidente doméstico va al campo y acepta batirse a duelo con unos gauchos. Ese hombre, que nunca ha usado un cuchillo para pelear, camino al campo, acaricia un gato que vive en la eternidad del instante. 
Con la mano izquierda eché agua al mate, y di dos sorbos en silencio. 
El motor del ronroneo temblaba en mis dedos y en mis dedos hubo algo de esa eternidad.
El sol se había ido moviendo de la mesa y ya no entraba en la cocina. Pensé que los sábados de mi vida se parecía a la de ella: tengo mínimos rituales de acicalamiento como darme un baño largo, honrar la higiene o intentar alguna forma de cuidado personal. A veces simplemente me miro al espejo.  Es una ceremonia que suele tener dos partes: una primera en la que veo mi imagen y otra en la que veo mi mirada y el extraño juego de compensaciones que se ha dado entre las dos. Cuanto más se hace necesaria, más compasión hay en mi mirada. O no: la medida no es la necesaria, es mayor. La compasión supera aquello que viene a perdonar, a esa especie de cansancio entre mis mejillas, en el entrecejo, alrededor de mis ojos. Lo que llamo compasión en mi mirada es lo que antes habría llamado conformismo o hasta abandono. ¿Quién de las dos tiene razón, la que fui o la que soy?
Intenté mirarme a través de los ojos de Saku: me veía igual, un poco más lenta tal vez, más gruesa, más calma. Debía verme como el árbol del fondo cuando cambia el color de sus hojas o las pierde. 
Además de rituales, los sábados a veces hay celebraciones. Momentos de brillo que veo ascender, expandirse en el cielo, hacerme feliz, apagarse. Mi hijo, un par de amigos, mi vecina de al lado. 
Saku tiene un amigo, o tal vez varios. Tuvo o tiene padres y cachorros. Ha recibido de unos  y les ha dado a los otros lo que debía, y luego, con elegancia y sin pena, los ha dejado atrás, como hace el otoño con el verano.
Los cachorros nacieron en el baldío de al lado. Nunca los vi. Ella subía y bajaba por el liquidámbar. La vi preñada, luego dejó de venir, y al tiempo regresó, muy delgada. No sé cuándo empezó a pasar más tiempo aquí que al lado. Tampoco sé qué pasó con sus pequeños. Sé tanto de ella como ella de mí. 
O tal vez sé tanto de ella como de mí. Mis pequeños, qué pasó con ellos podría preguntarme ella y yo podría darle una respuesta pobre, quiero decir, parecida a la que ella podría darme acerca de sus cachorros en el baldío.  “Hicieron su vida”, tal vez diría ella o yo.
¿Habrá tenido amores? Seguramente. Han pasado, como los míos. Tal vez no tenemos más que el presente, pero esa es una idea más de ella que mía. 
Se estiró y abrió apenas los ojos, con destellos dorados. Volvió a cerrarlos, siguió durmiendo.
Después de un rato se estiró y me preguntó por qué quería hablar de la muerte. 
Le respondí que cuando se habla de eso no hay mentiras. 
“¿Qué es una mentira?”, dijo. 
“Es como cuando vas a atrapar un pájaro y te escondés entre el pasto. Mentir es como esconderse”. Dije. 
“Mentir es divertido entonces”, dijo y se dió vuelta sobre el lomo. 
De nuevo yo me veía en una esquina del laberinto de nuestras conversaciones: si mentir era divertido, hablar de la muerte no lo era. 
“Hablar de la muerte también es divertido”, dije, “hay más riesgo”.
Hizo un sonido largo, maullido a medias. 
“Y esto que hablamos”, dijo, “¿vas a escribirlo?”.
“No creo”, dije, “no tiene tensión”. Y antes de que ella preguntara, agregué, “la tensión es como cuando intentás atrapar un pájaro: no sé si vas a lograrlo o no, entonces me quedo mirándote”.
“Entiendo”, dijo, “no hay tensión porque sabemos: nosotras no vamos a morirnos”.
Sonreí. No quería decirle que un día iba a ser un pequeño tigre frío y yo la iba a enterrar en ese mismo jardín, en una caja de zapatos, que no iba a cazar más, ni a trepar el liquidámbar de fondo ni los álamos por los que sube al balcón. Tampoco quise decirle que tal vez antes yo no iba a abrirle las puertas ni las ventanas ni iba a servirle el alimento ni el agua en sus platitos morados, que no iba a escuchar más mi voz diciendo su nombre. 
Y tal vez porque yo me quedé muy callada o porque un viento suave agitó los álamos como si preguntara, ella siguió hablando.
Explicó, con esa voz tan suave y tan llena de matices que ningún humano podría imitar, que ella no iba a morir. 
Al principio continué sonriendo: creía saber algo que ella ignoraba, como si yo hubiera estado en un lugar más alto y hubiera podido ver más lejos.
Pero ella siguió hablando y me di cuenta de que se sentía o creía ser, o debería decir que ella era, parte del jardín, parte del liquidámbar y de los álamos, parte de las hormigas y los cascarudos, las babosas y los caracoles y grillos y cigarras, de la noche y del día como eso que giraba envolviéndonos. Las estrellas eran parte de ella como lo eran las líneas negras que salen egipcias del rabillo de sus ojos verdes, dorados. La brisa, la luna, el barro. Ella es una parte y eso la hace ser el jardín entero y el baldío de  al lado y el barrio y el mundo alrededor y todos los otros gatos que son y que fueron. 
Cuando entendí, dejé de sonreír. 
Apoyé mi cabeza junto a ella, sentí el sol, y dije, más clara y más tranquila, más parecida a ella:
“Yo tampoco voy a morir, Saku. Claro que no”. 

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Narrativa argentina

La crítica de las armas – José Pablo Feinmann

A 45 años de la última dictadura militar, muchos autores argentinos ya tomaron esa época de la historia como marco para sus ficciones: por nombrar algunos, Fogwill, Carlos Gamerro, Liliana Heker, Martín Kohan, Claudio Zeiger, Rodrigo Fresán, Lázaro Covadlo y José Pablo Feinmann, en la novela que nos ocupa.

Publicada en 2003 por Grupo Norma y reeditada por Página 12 en 2007, «La crítica de las armas» narra dos historias cruzadas: la de un hombre en 2001 que está por matar a su madre, internada en un geriátrico; y la de su pasado militante durante el Proceso, cuando le descubren un cáncer. Ambos relatos tienen como protagonista al filósofo Pablo Epstein, aunque no como único narrador: la novela –una lucha desesperada contra el terror a morir– se arma en base al discurso de otros: un diario íntimo, voces de amigos y familiares, la palabra de un médico, los comunicados de la Junta Militar.

Exorcizar los horrores de la Patria y matar a la madre es solo una de las analogías que traza el autor y es este procedimiento el que hace de «La crítica de las armas» un prodigio narrativo. No hay un solo dato gratuito sino un método voraz de asociaciones. Se lee: «Nada es posible narrar sin sentir que hay que narrarlo todo». Así, la quimioterapia se corresponde con la tortura; el geriátrico con los campos clandestinos; los gritos de gol en el Mundial 78 con los de los detenidos en la ESMA.

La novela de José Pablo Feinmann incluye también el apunte filosófico, copiosas notas a pie de página y una teoría acerca de la Historia pensada como una diagonal. Esta idea se proyecta hasta el presente en clave de juicio moral: las atrocidades ocurridas, señala el narrador, tienen su origen en haber sido todos «cómplices y cobardes». En ese sentido esta ficción se adelantó a la realidad política, que pocos años después rebautizó ese periodo de la historia argentina como «dictadura cívico-militar».

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Cuentos Narrativa argentina

La escultura – Sergio Bizzio

Esther, una señora mayor, se convence de que, pegado a su departamento, se mudó un escultor. A partir de los ruidos incesantes que escucha, comienza a imaginar la forma y el tamaño de la obra que se está gestando al lado, y hace oídos sordos a los comentarios irónicos de sus otros vecinos. Sólo al final de la historia, sabremos si Esther estaba o no en lo cierto.

Lo que me acongojaba era imaginarlo en un espacio tan reducido como el departamento (esto ya lo dije, también), idéntico al mío, de dos ambientes, con un living de cuatro metros de largo por tres de ancho.
¿Qué perspectiva visual podría tener el pobre hombre, que ilusión de profundidad podía darle a su obra si le bastaban unos pocos pasos marcha atrás para chocar con la pared?
La falta de espacio podía afectar a la totalidad de la composición, a menos que estuviera trabajando en una obra pequeña, lo que me parecía imposible teniendo en cuenta el vigor de los golpes del comienzo. Se trataba de una escultura grande, quizá enorme.

Sergio Bizzio (Villa Ramallo, 1956) publicó novelas como “Rabia” (2004), «Realidad» (2009), “Diez días en Re” (2017); libros de cuentos como “Chicos” (2006) que tiene el emotivo “Un amor para toda la vida”, obras de teatro y poemarios. Además es guionista de cine.

Publicado por: Editorial Ivan Rosado 

Otros libros del autor en Pispear:
– Te Desafío A Correr Como Un Idiota Por El Jardín – Sergio Bizzio

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Narrativa argentina

Un poeta nacional – C. E. Feiling

Esteban Errandonea extrajo su reloj del chaleco y comprobó que había llegado a la cita con algunos minutos de antelación. Eran exactamente las nueve menos cinco, y a su alrededor la ciudad bullía enfebrecida. Capital de la República desde 1880: solo veinticuatro años durante los cuales había crecido de un modo tan desaforado como abrumador. Le molestaba especialmente ese tráfago de las calles del sur, del centro; estudiando los rostros que pasaban frente a él –frente a la maciza puerta que no se atrevía a golpear, temeroso de que confundiesen su premura con obsecuencia–, pensó que la inmigración era obscena. Italianos, polacos, irlandeses, rusos: la escoria del mundo desfiguraba a la ciudad mientras el Gobierno persistía en su incontinente política. El Gobierno. Un remordimiento lógico e irrefutable –pero pronto silenciado– comenzó a roerle el estómago. Venía, después de todo, a mendigar un cargo público, algo que le permitiese seguir escribiendo. Maldijo nuevamente su falta de clase, el apuro casi proletario que le llevaba a exagerar la puntualidad. Para provenir de una familia con siglos en el país, cuyo árbol genealógico era la envidia –así pensaba Errandonea entonces–de las nuevas fortunas, tenía actitudes demasiado vehementes. El énfasis lo delataba: ropas negras, impecables polainas, pelo largo, porte envarado. Hasta la ausencia de pilosidades sobre el rostro era tan redundante como su miopía. Todo revelaba su ambición de ser el más grande, el vate oracular de un país sin literatura.”

Así empieza Un poeta nacional, la novela de aventuras que C. E. Feiling (1961-1997) publicó en 1993 y que hace poco reeditó Alto Pogo

Sobre Un poeta nacional, Feiling dijo: “El de la novela es realmente un hombre de acción, como lo fue Lugones, mucho más que los supuestos hombres de acción que le comisionaban las cosas. No quise transformarla en una novela histórica, por eso el nombre del personaje está cambiado (Errandonea), el país no se dice, y por eso el título: porque «el poeta nacional» es una circunstancia prototípica de América Latina de fines del siglo XIX y principios del XX.”

Otros libros del autor en Pispear:
– El Mal Menor – C. E. Feiling
– El Agua Electrizada – C. E. Feiling

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Cuentos Narrativa argentina

El mar de los lobos – César Sodero

«El mar de los lobos» es el segundo libro de César Sodero , quien estrenó en 2020 su primera película, «Emilia», en el doble rol de director y guionista. El pulso de la escritura cinematográfica se ve en los 9 cuentos de este libro intenso y descolocante. Los diálogos entre personajes siempre hacen avanzar la historia (y entran sin rayas ni comillas como frente a la cámara), el desarrollo de la acción (que nunca para) está ligado a la transformación simbólica y emocional de los protagonistas. Cuentos que son películas.

«La pira», «Santa Ana», «Trampas» y otros del libro parecen descansar sobre esta premisa: hay una expectativa de divertirse y pasarla bien, pero los hechos se ocupan de hacer que no se cumpla. La lucha entre el control racional y lo inmanejable de las emociones se da en mundos imaginarios muy disímiles: un naufragio, una riña de gallos, pueblos perdidos. Como un hilo invisible que hilvana las historias, en todos los cuentos hay animales con un rol clave: desde una especie de humano chancho, hasta perros, lobos, zorros y un toro mecánico que cobra vida.

«El mar de los lobos» es también un libro de aventuras, donde la violencia de las acciones precipita pequeñas epifanías: somos animales, somos algo, en contraposición al clásico «no somos nada».

Publicado por Alto Pogo
Diseño de tapa: Mariana Uccelllo

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Narrativa argentina

Rebobinando -Hilario González

Rebobinando es el primer libro de Hilario González. Reúne siete cuentos en los que la acción se desencadena a partir de una espera. Personas que por algún motivo empiezan a quedarse afuera del mundo útil, como el abuelo que llevan a internar en «El imán» o el pibe que se accidenta montado a su moto en «Hospital Fernández». Analítico, hiperbólico y descarnado, el libro se mueve en el borde donde lo real puede volverse raro en un segundo, como en el brillante “Arroyo de los Huesos”.

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Narrativa argentina

El ejercicio de perder – Haidu Kowsky

Elías se crió al cuidado de su abuela Bobe en un Boedo arrasado por la dictadura militar. Y en ese contexto, cercado de pobreza y violencia, fue creciendo al amparo de las leyes del descampado y las enseñanzas de su abuela sobre su pasado en la Shoá.  Y así fue que Elías se convirtió en el “Polaco”, un sicario profesional encargado de perseguir ludópatas para cobrarles sus deudas, que descubre la añorada Polonia de su Bobe. Antes comprobará cómo se derrumban sus estándares amorosos ante Aura, una adolescente que le fue entregada en pago de una deuda millonaria. 

publicada por @odeliaeditora
diseño de tapa: @che.ca.dg

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Las malas, Camila Sosa Villada

Leer un libro comprende, casi siempre, el aprendizaje de algo. A veces no nos damos cuenta de ese nuevo conocimiento, otras, sin dudas, te sacude y te lo transmite. «Las malas» de Camila Sosa Villada integra ese círculo acotado de la lectura, el que te despabila. Es un llamado, un latigazo de atención para todxs, que nos interpela como seres humanos, que nos ayuda a ser mejores personas.

«Pasaré muchas noches reza que reza, para que al despertar la vida sea otra, para que mañana sea diferente. Al comienzo rezo para cambiar, para ser como ellos quieren. Pero a medida que me interno en esa fe cada vez mayor, empiezo a rezar para despertarme al otro día convertida en la mujer que quiero ser. En la mujer que siento dentro de mí con tanta franqueza que las horas se me van rezando por ella. Cuando me enamoro de mis compañeritos de escuela, rezo para que me vean como una nena. Cuando comienzo a florecer, rezo para que las tetas me crezcan durante la noche, para que mis padres me perdonen, para que me nazca una vagina entre las piernas. Pero no. Entre las piernas tengo un cuchillo.»

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Narrativa argentina

Los árboles caídos también son el bosque, Alejandra Kamiya

Este libro de cuentos de la escritora argentina Alejandra Kamiya, te sumerge, entre otras hermosas historias, en la ceremonia de un desayuno impecable como preludio de una despedida (“Desayuno perfecto”), el reencuentro con un hermano que le revela un momento olvidado de la infancia (“Los nombres”), un soldado japonés contumaz que cumple órdenes sin cuestionamientos (“El pozo”), y dos íntimas amigas arrastradas por las penurias de sus familias (“Los restos del secreto”). Son relatos primordialmente atravesados por la soledad y los silencios, que adquieren un papel trascendental en cada historia, y también por los mandatos sociales y familiares. Doce cuentos narrados de una manera precisa y emotiva, que te acurrucan, te calan y te transportan. “Entrar sin que se note es cuestión de ritmo. Pero entrar en silencio es imposible”. Entrenle a “Los árboles caídos también son el bosque”, porque es uno de esos libros que cuando estás por terminarlos, te generan esa sensación única provocada por el placer de haberlo leído.

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Publicado por editorial Bajo la luna