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La avenida más larga del mundo – Mariano Fiszman

El oro del lugar reúne cinco cuentos que Mariano Fiszman talló para esta edición de Cumulus Nimbus. Descripciones precisas y voladas, sensibilidad por lo que nos hace semejantes y cintura para manejar los tiempos del partido en cada cuento. Como núcleo de cada relato, la amistad en un sentido amplio y admiración por lo que de artesanal tienen los oficios. Acá compartimos “La avenida más larga del mundo”.

“No te busques más en el umbral”
Spinetta

1980. Caés al Nacional 19 Luis Pasteur en tercero, echado de otro colegio igual de malo.

Tu apellido también termina en man, Fabián H.

Sos flaco, de altura mediana y piel mate, atlético de una manera que no tiene que ver con el deporte.

Tenés ojos marrones y el pelo castaño. Un jopo mal visto pero no sancionable se te desarregla y lo acomodás con un giro que nace en el cuello largo, con mucha nuez.

¿Segundo nombre Alejandro?

Nuestro uniforme: saco azul oscuro, camisa blanca o celeste, corbata -en invierno es la bisectriz de la V del pulóver azul. Pantalón de franela gris. Ni jeans ni campera. Mocasines marrones o negros.

Nos disfrazan de futuros funcionarios públicos.

Antes que salga el sol suena el disco poceado de Aurora en el patio del colegio. Formamos por división. El preceptor rastrilla la fila buscando cabelleras que no respeten la distancia al cuello de la camisa -dos dedos. Dicen que es cana, que vendió gente a los milicos. Payaseás a sus espaldas.

Tu cara oval, tu nariz ganchuda, la boca ancha, todo se estira y se curva en el mismo sentido.

Tenés brillantes dientes grandes y encías claras. Nada de granos, aparatos ni zapatos ortopédicos, ningún signo adolescente de los que nos afligen.

No estudiás casi nunca. No participás en clase. Te sentás bien erguido y apoyás la mejilla en una mano.

O hacés girar un lápiz así: agarrado como si fueras a escribir, lo sostenés en posición horizontal. El dedo medio lo empuja para adelante y el gordo lo aprieta para abajo. El lápiz da una vuelta completa a la mano girando sobre su eje y aterriza en el mismo lugar.

Y otra vez, sin parar, nunca se cae.

Te permite hacer algo con las manos y no prestarle atención al profesor sin dejar de mirarlo.

A la salida te vas para Beiró y los comercios. Esperás un 80 rojo verde y blanco lleno de punguistas impunes.

Vivís lejos de Devoto, Villa Pueyrredón, Villa del Parque, Urquiza, nuestros barrios.

Tu ciudad se arma alrededor de otro eje, Rivadavia, la avenida más larga del mundo. Liniers, Flores, Villa Luro, Vélez y más allá: Mataderos, Ciudadela, Ramos.

Tenés una guitarra eléctrica.

Querés ser músico pero nunca estudiaste con nadie.

No escuchás música progresiva. Te gustan el funky, la música disco y bolichera -Bee Gees, Rod Stewart, Queen, ELO, Earth Wind & Fire.

No conoces la Pelo ni el Expreso imaginario.

Sos pilchero.

Vas todos los fines de semana a bailar a Ramos: Pinar de Rocha, Juan de los Palotes. Te sabés todos los pasos.

Tu trato con las mujeres es muy superior al de todos nosotros.

Tenés novia, Cecilia. Es un año mayor, gordita, usa polleras hindúes. Van al telo Tú y yo, en la calle Ramón Falcón.

A coger le decís empupar.

A la cola le decís pavo, pavito.

No leés libros, no ves cine no comercial.

No tenés la menor idea de fútbol. No sabés patear una pelota. No sos hincha de ningún club.

En verano vas a Vélez, pero a la pileta. Te gusta broncearte y patinar.

Alrededor del colegio hay chalés con ínfulas inglesas. A media cuadra vive Amadeo Carrizo, a dos se mudó Maradona. Cuando necesitamos zafar de una clase, con Claudito le pedimos a la portera que nos mande a buscar aserrín a una carpintería que está a la vuelta de la casa de Diego y nos sentamos en el murete de ladrillos a esperar que salga. No lo vemos nunca.

Vos directamente faltás, te rateás.

En las vacaciones de verano voy a conocer tu casa. Descubro Liniers. Busco tu dirección bajo los toldos. Me empantano en el asfalto incendiado de Rivadavia al 12000.

Viven en dos semipisos separados o unidos por el palier. Tus viejos en uno, tu hermano y vos en el otro. Gran ventanal da a la estación de tren.

Tus viejos tienen puestos de zapatillería en la feria municipal de Liniers, abajo de la General Paz, y en la de Mataderos. Ensalzan zapatillas berretas, chancletas con tiras en equis de cuerina, pantuflas a cuadros con corderito.

Tu viejo se llama Rubén. Te le parecés un poco. Lentes colgantes, joroba. Socarrón, mucha calle, complicidad masculina.

Tu vieja es petisa y gordita, de pelo corto. Susi por Azucena. Sonrisa comercial obsequiosa pero pocas pulgas.

Adrián, tu hermano, un año menor. Es campeón de lucha. Musculoso, espalda ancha. Proezas sexuales con su novia oriental. La amenaza constante de cagarte a trompadas. Respondés con ironía. Se reparten el deporte y el arte, la fuerza y la sensibilidad, el humor y el éxito social.

Cuando no se pelean, juegan a andar por el departamento desnudos, con una toalla en la cintura, alrededor de la chica que limpia. La rodean, la rozan, se ríen de su horror.

Tenés un radiograbador estéreo plateado con doble casetera.

Tenés un solo disco que me interesa, Lo mejor de Pescado Rabioso. Llevo un casete de 90 para que me lo grabes del otro de lado de Machine Head.

Esta letra cursiva azul inclinada con la lista de temas es la tuya.

Estamos sentados en el umbral de tu edificio. La calle duerme la siesta del verano y allá al fondo flota lento un 80 con todos los cromos brillando bajo los rayos.

Y en esta quietud que ronda a mi muerte no tengo presagios de lo que vendrá.

Te llevás muchas materias. De alguna manera las das. Pasás a cuarto.

Te rateás dos semanas seguidas y le falsificás la firma a tu viejo en el boletín de faltas.

Le afanás la chequera a tu viejo. Le falsificás la firma y te comprás discos, ropa, chicles importados.

Botas tejanas Levi’s de cuero marrón bordadas con hilos de colores.

Baño turco y masajes en Colmegna.

Deambulás por Florida con tu carpeta flaca apretada por un elástico negro.

Probás instrumentos en las casas de música.

Volvés a Liniers a la hora del almuerzo en el 86.

Te juntás a tocar con unos flacos en una sala donde ensaya Claudio Gabis. Te pasa yeites.

Decís buenas noches Bariloche, sale con fritas, de frente manteca.

Tu torso se comba a la altura de los hombros y se te nota mucho la curva de las costillas.

Sos asmático. Estornudás, te ahogás, se te ponen rojos los ojos. Vas al baño y te echás agua a la cara para respirar.

No te interesa la política, no tenés inquietudes sociales.

No te irrita que se rían de vos. No tenés problema en feminizarte, el ridículo que más nos abochorna.

Me enseñás el truco del lápiz.

El día de la primavera vamos de picnic con toda la división. Colectivo interurbano, viandas, botellas descartables de coca de dos litros -una novedad.

Se entra al recreo sindical por una alameda de pinos en ese.

Desafiás a María Laura a un partido de tenis para demostrar tu teoría de que una mujer nunca puede ganarle a un varón por la diferencia de fuerza.

María Laura es rubia, de ojos celestes y piernas musculosas. Entrena tres tardes por semana en el Urquiza Tenis Club y los fines de semana compite en interclubes.

Vos jugás a la paleta en Vélez en verano.

Las pocas veces que llegás a la pelota, sus tiros te doblan la muñeca.

Ahora la pintás a ella como la mujer biónica y a vos como un insecto jadeante.

Tu humor está hecho de caritas y voces, de morisquetas tiernas, infantiles con insinuaciones zarpadas.

Inventás personajes, cada uno con su nombre y su personalidad.

Creás complicidades estrechas, mundos de dos o tres habitantes.

Y además, vos sos el sol.

Te llevás varias a marzo. Me pedís que te ayude con matemáticas. Yo la preparé con una profesora del barrio y aprobé en diciembre. No soy el más indicado, nada indicado, pero insistís. Me tenés confianza.

Es tu último examen de marzo. En las otras dos materias te fue mal. Si te va mal en esta repetís, tenés que cambiar de colegio, tus viejos te matan.

Las aulas del primer piso dan a un pasillo abierto, un balcón alargado con vista al patio donde formamos. Más allá de la medianera hay jardines. Asoman copas de arbustos, los pájaros cantan.

Sos el único que no terminó de rendir. Tu público se impacienta en la escalera con los dedos cruzados.

Te va mal.

Entonces sacás de la galera uno de tus trucos de equilibrista sin red.

Le hablás a la profesora como no le habló ningún alumno hostil ni chupamedias de 16 años. Le contás que querés ser músico y la amenaza materna de mandarte a trabajar a la feria si repetís. Seducís, rogás sin dar lástima, contagiás vida hasta que dan ganas de ayudarte.

Salís sonriente enarbolando el boletín con un 4 al lado de la firma de la hasta esa mañana de sol inflexible señora S.

Hay una especie de trato institucional: te hacen pasar de año pero tenés que cambiarte de colegio.

Hacés quinto en un secundario para inadaptados por Caballito o Flores. Las parejas aprietan en clase. Las minas se divierten calentando a los profesores y los flacos rompen los pupitres contra la pared del aula para asustarlos.

La violencia física te da miedo.

Igual a mitad de año venís de viaje de egresados con nosotros. Hace rato que sos Fabi para todos.

Una de nuestras pocas fotos es de Bariloche, vestidos de mujer en un número cómico que organizaron en el comedor del hotel. Pantalones de raso negro, pieles, rouge.

Otra en la orilla del lago, tu campera inflada verde entre azules oscuras.

Un tipo levanta a una compañera que hacía dedo a la salida de un boliche. Saca un revólver. La hace tirarse en el piso del coche y la viola. Ella te lo dice solamente a vos, que la llevás al hospital.

Cerro Catedral -día de esquí con ropa de alquiler colorida. Estás ajustándote las botas tirado en la nieve y Graciela Borges te apoya el pavo enorme encima de la pierna.

Cada recuerdo arrastra otro.

Y así verás lo triste y dulce que es vivir.

Los sábados a la noche vamos al centro, a Lavalle, donde abrieron un local gigantesco de videojuegos. Gastamos fichas en el tejo de aire y te enseño a jugar al pool.

Unos meses después ya es muy difícil que te gane. Te parás como un profesional -los pies juntos, las rodillas flexionadas, el codo para adentro y la cola para afuera. El taco amenaza estocada y acaricia.

Anunciás las jugadas, metés las ocho bolas seguidas y saludás al público imaginario con una reverencia.

Sobreactuás, siempre.

Jugás por plata con chabones más grandes en un bar de Mataderos que parece sacado de la novela Paño verde.

Te encanta apostar.

Te salvás de la colimba. Exagerás asma en el hospital militar.

Vas con tus viejos al recreo del ACA en el Tigre. Un domingo me llevan. Cruzamos en balsa a la isla. Picnic en mesa de cemento, pescadores enseñándole a encarnar a sus hijos, voley, culos de reojo.

Se mudan a un par de cuadras, a una casita en un pasaje del barrio municipal.

Tu pieza es angosta, en planta alta.

¿Llegaste a terminar la secundaria?

Una de esas salidas de sábado por Lavalle nos levantamos a dos chicas de la escuela Hastinapura. Vestidos de bambula. En ese reparto tácito que se hace en un segundo la gordita es para vos.

Esa misma semana se ven, van al telo.

Vas a estudiar guitarra con Walter Malosetti. Te convertís al jazz.

Empezás a apreciar la técnica, el estudio.

Weather Report, George Benson, McLaughlin, Pat Metheny, Larry Coryell son tus nuevos dioses. ¡Joe Pass!

Pulcro en general, cuidás especialmente tus manos y uñas. Te pasás crema Pond’s.

Ponés en el radiograbador temas que tengo que escuchar, uno atrás del otro.

Acechás el solo con el índice que apunta al parlante.

Te tirás para atrás en tu cama cuando ataca el saxo de Birdland. Pulsás el aire.

Tu cara se estira, se estruja, abre grandes los ojos. Ladeás la cabeza que vibra.

La boca abierta, las cejas flechas que apuntan al techo.

Sabés en qué número exacto empieza cada solo en el contador.

Le das al play y rebobinás el próximo casete a mano con una birome.

Cuando te parece que me canso salteás partes.

Tenés que tener una  Ibanez negra de media caja, como si no se pudiera tocar con ningún otro instrumento.

Les quemás la cabeza a tus viejos varios meses hasta que conseguís tu Ibanez -como la de Benson. La acariciás con una franela cada vez que entra y sale de su estuche negro duro con interior aterciopelado rojo.

La viola, el equipo, los pedales.

Sos mi coach en un noviazgo tortuoso con una excompañera de la división que te adora -ella también.

Dios de la adolescencia.

Tomás Coca, nunca alcohol.

Viajás por primera vez a Brasil, solo, en micro, a la casa de un primo o tío que vive allá multimillonario.

Desayunos en terraza con vista al mar.

Aguas de marzo por Tom Jobim y Elis Regina.

Traés revistas de porno duro que acá están prohibidas.

Traés un bolso lleno, pero cuando el micro cruza la frontera sube Gendarmería, revisa los bolsos y te las requisa. Los vecinos de asiento cogotean. Les cuesta asociar lo que alcanzan a ver de las tapas -abismos anales, pijas de centauro- con la imagen que se habían hecho de ese chico tan simpático.

Unos kilómetros más adelante, sacás estas tres o cuatro revistas de un tajo que habías disimulado en la funda del asiento y todo el micro te ovaciona.

É pau, é pedra, é o fim do caminho.

Te hacés una banda de amigos de la música, del cine y vagos. Música, porros, risas en un departamentito enfrente de otro más grande, el de policía, y a la noche fisura con fideos en Pippo.

Circulan de mano en mano los primeros casetes de Tangalanga. Se los saben de memoria.

Pasás mucho tiempo en lo de Malosetti, una casa vieja y desconchada con patio en Virrey Ceballos y Belgrano que es también su academia, adonde van todos los jóvenes promesas del jazz.

Debutás con Javier con un dúo de guitarras en el Tortoni.

Acompañan a una cantante, María Volonté. Vamos a un ensayo en su departamento, en los edificios altos de Catalinas Sur.

Parás con los Malosetti en Gesell. Te levantás a una gorda que se pinta los labios de rojo oscuro y lleva una caja de 400 fósforos en la cartera. Lo importante es empupar me explicás, ya vendrán las lindas.

Descubrís las putas de isla Maciel.

Te regocija su fealdad de feria de fenómenos y lo barato que te sale ponerla. Te excita lo que a otros les espanta: las cortinas floreadas que dividen las casitas calabozo, el catre ahogado, que te enjuaguen la pija en una palagana de plástico con agua tibia y jabón Espadol.

Imitás con voz fina la entonación provinciana de las putas cuando te gritan desde atrás de las rejas vení flaquito, vení chetito vení.

Buscás la joya en ese festival de ladillas, tetas asimétricas y enanas chuponas.

Dejás el jazz por la música clásica.

Querés entrar al conservatorio dando los primeros años libres en unos meses.

Empezás a estudiar con una profesora muy estricta, hija de un gran músico de los años cuarenta y maestra de maestros del conservatorio.

Es pianista, ciega casi total.

Percibió algo en vos que la hace aceptarte como alumno y pronto amadrinarte.

Pasás cada vez más tiempo en su casa, un departamento luminoso en Luis Saénz Peña, a media cuadra de plaza Congreso y a cuatro de la casa de Malosetti.

Cambiás la Ibanez, el equipo y los pedales por una guitarra española de concierto.

¿La guitarra se la encargaste a Fanta?

Estudiás todo el día, todos los días. Se acaban las salidas.

La vida en Liniers se vuelve imposible. Te vas a una pensión, la más barata que encontrás, en San Telmo.

Dormís abrazado a tu guitarra de mil dólares en una pieza infecta, rodeado de familias numerosas indigentes, travestis y cirróticos.

Pintás grotesca la miseria, te regodeás en esa decadencia hasta la madrugada que abrís los ojos y ves ratas asediando tu cama, ratas encima de tus piernas.

Me pedís asilo. No tenés otro lugar adonde ir. Mis viejos se conmueven. Vas a estar todo el día afuera, es solo para dormir -prometés y cumplís. En la cama con rueditas que sale de abajo de la mía.

Conducta intachable. Apenas un asomo de nervios de mi parte por miedo a que me reprochen la cantidad de manteca con que untás las galletitas Lincoln.

En el casete que ponés sin parar ahora suena el Concierto de Aranjuez. ¿Narciso Yepes o John Williams?

Tus viejos aflojan. Volvés a la casita del pasaje unas semanas más tarde.

La maestra de música tiene una hija prodigio de 16 años. Es bajita, menuda, de ojos verdes y sonrisa angelical. La futura Martha Argerich con un culo de propaganda de jeans.

Cuando se sienta al piano, sus manos vuelan y una cortina de pelo largo lacio rubio cae en cascada sobre sus hombros y se derrama por su espalda hasta el taburete.

Ese living de Congreso con recuerdos prestigiosos enmarcados en las paredes se va llenando de risa con tus voces, tus personajes, los juegos a los que nadie puede no prestarse.

Aprobás todos los exámenes. Entrás al conservatorio directamente en cuarto año.

Das tu primer concierto solista clásico, un sábado a la tarde, en la Biblioteca Argentina para Ciegos, un edificio Art Nouveau a media cuadra de Rivadavia y Medrano.

Traje y corbata, zapatos, sentado serio ante el atril en un salón oscuro con mucha madera. Gestos mínimos.

Todo cuidado, todo cuenta: el ángulo de la guitarra sobre tu muslo, la posición del pulgar en el mástil, la distancia al apoyapie plegable.

Hacés un Concierto de Aranjuez perfecto.

Estamos todos orgullosos. Tus viejos vestidos como para un casorio, la maestra pasada por la peluquería, su hija ya es más que tu fan.

La maestra no necesita ver para darse cuenta de que se enamoraron. No quiere distracciones para su mejor alumna, nada que interrumpa la carrera de concertista que le prepara desde siempre.

Hay en juego un linaje de oídos absolutos.

Tratás de explicarle la pureza de tus sentimientos. Te ponés a su disposición, le ofrecés ser su preceptor, su mano derecha, pero no la convencés.

Te prohibe la entrada a su casa. Corta los puentes. Manda encerrar a la princesa en la torre del castillo.

El padre que ya tenía pinta de ogro y el hermano mayor hacen de carceleros. La llevan y la traen. Te huelen en el aire como perros, se asoman al balcón, interceptan el teléfono.

A ella le falta un año para cumplir los 18 y esperar no es una opción. No les queda otra que escaparse juntos.

Planeás la huida como un crimen perfecto.

Le dejás papelitos plegados en ciertos puntos claves de la vereda.

Una compañera de colegio viola la prohibición de pasar mensajes.

La arrebatás una madrugada y corren a Retiro.

Te vas con mi cédula por si la cana te pide documentos -no me podés decir adónde ni insisto.

Que raptaste a una menor dice el aviso en la tele, con tu nombre y tu foto sin barba, no que huyeron juntos por amor.

Se esconden dos o tres meses en un departamento en Mar del Plata mientras tu viejo tramita una dispensa para que puedan casarse.

Ganás. Un juez los autoriza. Pueden volver.

Camino el Once un mediodía azul de invierno buscando una frazada para regalarles.

Soy tu testigo en el civil de la calle Uruguay.

La ceremonia es mínima. Tus viejos, tu hermano y la testigo de ella. Sanguchitos de miga, Coca y cerveza en el depto que les alquilaron en Rivadavia y Anchorena, en la torre donde dicen que vive la madre de Charly García.

Desaparecés unos meses. Te absorbe la vida dulce de casado prematuro.

Le metés los cuernos, ella se entera y te echa.

Estás afuera del departamento. Tus palabras rebotan contra la puerta. La oís gritar y llorar del otro lado.

Querés explicarle que la amas más que a nada en el mundo, que lo que sienten ustedes está por encima de todo, que están hechos el uno para el otro, pero ella no te entiende. No hay caso, no quiere abrir, no quiere entender el terrible error que sería separarse.

Me contás todo como una película en Liniers, en la piecita del primer piso.

Es de noche. Estás afuera del edificio. Caminás haciendo equilibrio por la medianera entre alambres de púas para llegar adónde, ¿a una ventana? Por todas partes patrulleros, voces de vecinos, haces de luz, megáfonos, ladridos.

Llorás en el asiento de atrás del patrullero. Un cana te pone la mano en el hombro.

No sé qué es de tu vida los dos años que paso afuera.

Venís a verme al departamento de Javier, donde paro desde que volví del sur. Es un día de semana a la tarde. Charlamos sentados en almohadones en el piso del living.

Manejás un taxi 12 horas por día.

Tomás merca que les comprás a unos gitanos, o los gitanos son los dueños del taxi y la merca la comprás en Lavalle.

Historias locas con pasajeros. Llevás a un político o al hijo de un político del que no me podés decir el nombre que te hace entrar al Congreso de noche.

Toman merca mirando las luces de la ciudad desde la cúpula del Congreso.

Necesitás salir decís.

Si querés, puedo preguntarles a mis amigos del sur si se copan en alojarte.

¿Te vas a bancar estar lejos de todo, en un rancho en el medio de la nada?

Mis amigos del sur tienen cuatro hijos, todos de menos de 6 años. Hierven pañales de tela en una cocina a leña. Aceptan sin entusiasmo.

Te ven aterrizar como a un ovni, apiñándose atrás de la ventana de la cocina para verte arrastrar una valija de rueditas que se traba entre la tierra y las piedras del camino -ninguna mochila.

El viento revolotea las hojas de los álamos.

A tus espaldas la pared marrón del cerro López.

Traés tu viola, el atril, una raqueta, ropa de marca, crema para manos, tu pelota de básquet naranja entre otros cuerpos extraños a la casilla de tablas ásperas y náilon en vez de vidrios en las ventanas, las sesiones grupales de meditación, la olla negra abollada con polenta para los perros y el uso del hacha.

No tallás el radal, no hundís las manos en la tierra, no sembrás nada.

Vas seguido al centro. Vendés dulces y pickles caseros y artesanías que hacen mis amigos. Les comprás su primer televisor y un equipo de música.

Volvés a la casa de tus viejos, ahora un depto grande en Flores, a media cuadra de Rivadavia.

Venís al edificio de Ciudad de la Paz donde vivo con Gabi. Está enferma y necesitamos encontrar una farmacia de guardia. Nos llevás hasta Monroe en tu Fiat 147 blanco.

Manejás como un loco.

Es la última vez que nos vemos.

Tenés una hija con una mina que conociste en la parada del colectivo -ahora debe tener la misma edad que mi hija.

Te dedicás al tango.

Dejás la guitarra y te dedicás al baile.

Te rapás.

Sos primer bailarin de «Bienvenido Tango», un espectáculo dirigido por Cacho Tirao.

Te vas a vivir a Europa. Das clases en París de tango en tres estilos: canyengue, milonguero y tango danza.

Preparás un unipersonal. Preparás una serie de humor para la televisión francesa.

Vivís entre París y el norte de Italia.

No ves crecer a tu hija. No enterrás a tus viejos.

Te alojás en Ferrara en la Pensione degli Artisti y das clases en Padua.

Bailás en las veladas del café Pedrocchi – tradicional café del siglo XVIII.

Estás en Venecia, sufrís por amor.

Querés matarte.

Explicás los motivos en una carta de ocho páginas que dejás en el altar de la basílica dei Frari.

Te quejás de la indiferencia de la cultura italiana, decís que te cerró la puerta en la cara.

Te quejás de la Bienal, una institución falsa escribís.

El cura de la basílica encuentra tu carta y alerta a la policía.

Los policías van a la Pensione degli Artisti. Encuentran una copia de tu carta y una agenda. Llaman a tu amiga y le piden que te dé el apuntamento.

Te encuentran adelante de la iglesia di San Moisé.

Estás agitado y confuso.

Te llevan a la comisaría.

Te llevan al servicio de psiquiatría del hospital de Mestre.

Te escapás del hospital sin permiso a la mañana siguiente.

Subís disimulado entre turistas al campanile de San Marcos.

Llegás al campanario, pasás por encima de la malla de protección y te parás en la cornisa.

El edificio más alto de Venecia -98,5 metros.

Los carabineros Davide Cocco y Matteo Gigli y un guardián y dos turistas anónimos tratan de convencerte para que bajes.

Te quejás de que tu arte no es comprendido.

Acusás a la Bienal, repetís que te cerraron la puerta en la cara.

Ellos estiran los brazos a través de la malla para tratar de retenerte.

2003. Estoy leyendo el diario a media mañana en la cocina de la carpintería donde trabajo en La Paternal.

Aunque escribieron mal tu apellido, enseguida sé que el de la noticia sos vos.

Mis ojos van y vuelven del diario a la pared cruzada por huellas brillantes de babosas y telarañas sobre las que se deposita el polvo de años.

Hacés una reverencia y saltás.

No le das más al play.

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Literatura Argentina Revistas

Entrevista a Los Trapos: «Resistir al olvido sería muy terco»

Los trapos es un proyecto rizomático: parte de una base, una idea que se va ramificando hacia diferentes direcciones que no se guían por una jerarquía  y en donde cada elemento incide y nutre a los otros elementos del conjunto formando un organismo sumamente estético y profundo, pero sobre todo palpable, existente.  

Esta revista de literatura y fotografía surge como idea durante la pandemia del 2020 y toma forma recién en 2021. Detrás de cada número hay una gran cantidad de colaboradores, artistas, escritores y fotógrafos que aportan sus proyectos e ideas para hacer de la revista algo nuevo, un objeto más dentro de un mundo atiborrado de objetos que pretenden embellecerlo y nutrirlo. 

Hoy les compartimos la charla que tuvimos con sus integrantes, donde nos cuentan un poco sobre el origen de la revista, sus intereses y más:

Todos los números de Los trapos

¿Quiénes son las personas detrás del proyecto? (más allá de las múltiples colaboraciones) ¿Cómo nace la idea de encarar una revista literaria?

Detrás de Los trapos están Josefina Charadía, Joaquin Cruzalegui y Mariano Balzano. Esos son Los trapos, pero ciertamente la revista la hacen todxs aquellxs que colaboran con sus trabajos, que participan como lectores, que aguantan. La idea de la revista surge en el 2020, en pandemia, pero ve la luz en marzo del 2021. Podemos decir que sigue naciendo a cada rato, que sigue intentando ampliar el marco, o por lo menos que los que estamos lo hacemos por y para la revista. Nace de la necesidad de que pasen cosas, de circular y reunirse y de ampliar voces.

¿Qué es lo que les llama la atención a la hora de incluir o no un texto, un poema, un ensayo o una fotografía? ¿Cómo funciona el proceso de selección? 

En un principio pedíamos textos y/o fotografías puntuales. En estos meses decidimos trabajar con disparadores que nos llevan a buscar y cruzar artistas. También ocurre que nos llegan trabajos, nos los acercan, y si nos parece que funcionan con Los trapos le damos para adelante. Pasa de manera muy intuitiva muchas veces y aparecen cruces muy interesantes entre los textos y las fotografías que nos llegan. Esto se puede ver en algunas entregas específicas como los poemarios “Intervalo a la sombra” o “Bajo un cielo en llamas” pero en general, buscamos que esos cruces se den siempre.

¿Qué tiene que tener a nivel estético el material que difunde la revista?  

Nada en particular más que convocarnos, o hasta muchas veces convocar a la revista que ya tiene su vida propia. No consideramos a la estética en niveles, sino más bien en apariencias y pareceres. 

En los últimos años todo comenzó a digitalizarse mucho más, ni hablar de las publicaciones periódicas como revistas, diarios, etc. Si bien se manejan en formato digital ¿Creen que apostar por el formato impreso es una forma de resistencia? 

Creemos que apostar por lo impreso es una forma muy linda de reunión y trabajo, de atención, de molestia necesaria. Resistencia no sabemos, es el camino que nos interesa. Lo virtual no existe, y el papel es efímero. Resistir al olvido sería muy terco; es una forma de acompañarnos, digámoslo así.

¿Cuál es la magia que tiene lo impreso frente a lo digital?

Que existe. Que está presente. Que corre el riesgo (y la condena) de desaparecer. Que se parece tanto a nosotrxs. Que se pierde y se encuentra. Lo digital es fantástico también, no sabemos si existe, pero está avalado, lo que sí existe es su consumo. Por eso lo hacemos; muchas de las personas con las que hoy tenemos relación de encuentros, desde una cena hasta compartir días de feria, primero las conocimos de manera virtual, entonces ese valor es cierto. Lo que nos parece (por eso a los pocos meses de iniciar virtualmente decidimos pasar -también- al papel) es que lo virtual, por sí solo, pierde consistencia.

¿Cuáles son las mayores influencias musicales y literarias que los inspiran? 

Nos inspira todo aquello que se desprende de la vida cotidiana. La radio y los libros de las baratas o los que llegan prestados. El cine es un gran inspirador.

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Literatura Argentina Narrativa argentina

La enfermedad china – Carlos Chernov

Everything is gonna be all right, ésa era nuestra canción preferida cuando fuimos al congreso de Bruselas en octubre del ´86 con las chicas de COYOTE. Era nuestro lema. Teníamos mucha confianza, estábamos pensando bien. (COYOTE es la sigla de Cast off your Old and Tired Ethics, cuya traducción aproximada es: despréndete de tu vieja y gastada ética). Fuimos a hablar de la legalización de la prostitución. Otras iban para luchar contra la pornografía, eran del grupo gay. Nosotras no teníamos nada en contra de los videos «porno» -excepto las que afirmaban que nos quitaban clientes-. Al contrario, la mayoría aspiraba a ser «porno-star» para no seguir viviendo como vivíamos, de manera tan peligrosa y cansadora, con tanto desgaste para el cuerpo.
En nuestra delegación todas éramos fanáticas del artículo de Joan Nesle My mother liked to fuck («A mi madre le gustaba coger»), texto donde se cuentan las penas, alegrías y peligros a los que se expone una mujer proletaria -la madre de la autora- que no desea renunciar al placer del sexo aunque eso la pone en serios aprietos.
En el avión conocí a Nancy. Por ese tiempo yo pasaba por un período -por suerte breve- de cierto rechazo por los hombres. En el último año había trabajado demasiado, me producían alergia. Intimaba con ella. Dormía feliz con mi cabeza apoyada sobre sus pechos tibios y enormes. (Nancy nunca llegó a usar el corpiño colegial. Pasó directamente a uno especial -de poplín reforzado con ballenas-, más apropiado para distribuir el crecimiento descontrolado de sus senos que se desparramaban hacia todas partes.) Era de Kansas. Siempre estaba de muy buen humor. Durante el congreso llevaba encima un ejemplar de la revista Time donde se burlaban de la prohibición de los vibradores, las vaginas artificiales y los demás cachivaches usados para la «estimulación de los órganos genitales humanos». Reíamos como locas cuando nos mostraba el artículo.
Ella estaba muy ansiosa por conocer a Peter, un taxi-boy blanco como leche, andrógino y juvenil. Parecía de veinte y decían que ya había cumplido los treinta y tres. No era de los que tienen problemas con la erección, -pesadilla de los muchachos del oficio-. No, su pájaro enseguida alzaba la cabeza, bastaba con llamarlo. Cuando actuaba; no lo inhibían los equipos de filmación aunque, a veces, sumaban más de veinte entre artistas y técnicos. Se erguía cada vez que lo necesitaban, Peter se excitaba con cualquier cosa -yo creo que se calentaba viendo cómo se calentaba, así sucede con la mayoría-. Ese era el hombre que Nancy quería conocer. Bob, su amigo, había viajado con él, hacían una recorrida turística. No estaban invitados al congreso, pero apenas se enteraron, les despertó curiosidad.
Nosotras nos alojábamos con otras dos chicas en una pequeña pensión en la zona tradicional de Bruselas, cerca del Ayuntamiento. No fuimos, como la mayoría de la delegación, al Hilton. Decíamos que no tenía gracia ir a conocer la Vieja Europa y hospedarse en un Gran Hotel Americano. En realidad, a Nancy, a mí y a varias más nos daba vergüenza estar en medio de una delegación de mujeres explícitamente identificadas como putas. Puede parecer raro, ya que en nuestra profesión no solemos ocultarnos, pero aquí nadie nos conocía, podíamos ser como cualquier chica corriente y descansar un poco.
Según Peter, Bob tenía veintitrés años y era un superdotado en todos los sentidos. Su musculatura exhibía un nivel de definición y tonicidad digno de un candidato al Olimpia Senior. Su miembro medía diez pulgadas -reales-, y era casi del ancho de mi cuello. (Tiempo después, Bob se burlaba de mí. Aseguraba que por mi cabeza no circulaba más sangre que por la cabeza de su pene.) Nadie podía decir de él: «mucha dinamita para tan poca mecha», como una oye de los muchachos que se dedican al fisicoculturismo y usan esos slips sintéticos, como bombachitas de seda, donde sus órganos parecen diminutos comparados con lo grueso del cuerpo.
Conocí a Bob en el lobby del Hilton, él pasaba con violencia las páginas de un diario en francés. Era obvio que hacía ruido para llamar la atención, lo hojeaba tan rápido que no podía ver ni las fotos. Alto y hermoso, echaba vigilantes vistazos a su alrededor para averiguar si lo estaban admirando. Peter y Nancy, abrazados y sonrientes, me codeaban.
Con Bob comprendí en forma cabal lo que significa el amor a primera vista. Apenas lo descubrí suspiré de deseo y pensé «¡Bueno…!, quiero a ese muchacho ¡ya! en mi cama». Y enfilé directo hacia él, -de una manera, tal vez, un tanto masculina-. De repente se me había pasado todo el malestar y el rechazo que sentía hacia los hombres. Volví a ser la chica animosa de siempre. Entablamos conversación de inmediato; Bob se reía todo el tiempo con los ojos, al punto de que una no sabía si se estaba burlando o qué. Era de las poquísimas personas que son más lindas cuando no se ríen; como Robert de Niro, se le achicaban demasiado los ojos, parecía chino.
Entramos a un cuarto y, mientras hablábamos de los belgas o de cualquier otra tontera, sin más aviso, le puse una mano sobre el pene. Bob abrió la boca -o fue su mandíbula que cayó al piso- fingiendo una sorpresa que no podía estar sintiendo, pero su miembro, mucho más sincero que él, de inmediato se puso duro. Cuando se lo comenté más tarde, me respondió con tono neutro: «Slim es muy inteligente, a veces más que yo». Lo llamaba Slim, me explicó que ese nombre le recordaba a un simpático cowboy de Texas. «Saluda también a Slim», se hizo la costumbre de pedirme cada vez que entraba a la habitación. Yo se lo sacudía como si le diese la mano. Bob aseguraba que su pene gozaba de discernimiento propio. «Uno está dormido y él puede entrar en erección, ciertas chicas le gustan y otras no, tiene memoria, se le puede enseñar a funcionar más rápido o más lento, a cambiar de ritmo… es muy temperamental.» El resto de las noches dormí con Bob -y con Slim-. Peter se iba a otro cuarto y nos dejaba el lugar libre.
Fue estupendo porque además yo estaba en una época en la que no trabajaba. No es fácil «limpiar los órganos», que es como llamo a que mi sexo vuelva a estar a mi disposición y pueda gozar de nuevo. Mi médico dice que yo me anestesio mucho, pero ocurre que de todos modos, una no se olvida de las escenas sexuales actuadas mil veces. Las caras y los gritos de los clientes nos asaltan en la mitad del polvo y confunden y arruinan todo. Cuando tomo vacaciones y no estoy de fajina durante un tiempo, lentamente me recupero.
Si menstrúo es mejor, siento que se me limpia más rápido. Pero en realidad casi nunca me viene la menstruación; con la píldora mi ciclo prácticamente ha desaparecido. (No conozco hombre a quien le guste encamarse con nosotras cuando estamos con el período. La regla significa lucro cesante. Por eso, en aquella época, también las tomaba para aumentar mi plazo de disponibilidad sexual y, después de casarme con Bob, para hacer que mi menstruación coincidiera con los tiempos en los que no estaba filmando.) Creo que soy muy sana, luego de descansar un tiempo vuelve a normalizarse. Hasta ahora fue así.
Bob poseía un miembro asombroso (Slim era asombroso). Lo afirmo con cierta autoridad ya que conocí cantidad de ellos -al punto que, con sólo mirarle las manos a un tipo, por el ancho y largo de sus dedos, sé cuáles son sus medidas-. El suyo era desmesurado, como meterse adentro un poste o una maceta. En una temporada en Las Vegas. Bob ejecutaba un número de chuparse a sí mismo con eyaculación incluida. Le causaba mucha gracia; «en más de un sentido `Dios da pan a quien no tiene dientes'», comentaba, «no te imaginás cómo le gusta a Slim». Estaba muy orgulloso. Bob me explicaba que, según el Informe Kinsey, solamente tres de los miles de encuestados podían chuparse a sí mismos, y todos en complicadas posiciones: acostados de espaldas, con las piernas sobre la cabeza, usando una pared como soporte tras ellos, con la columna vertebral tan retorcida que la incomodidad les impedía disfrutar de su orgasmo. A Bob le gustaba eyacular en su propia boca.
No me cansaba de admirarlo. Tampoco yo estoy tan mal. Tres horas de gimnasio por día, excepto los domingos, mantienen todo en su lugar. Las líneas de mis músculos me gustan ligeramente marcadas, apenas definidas, sobre todo en los muslos y nalgas. Ahora soy delgada, pero sé que no me sienta estar demasiado flaca, me queda la cara como de pescado.
Paseamos por Europa cerca de dos meses, yo no me tomaba vacaciones desde hacía tres años. Llegué a estar verdaderamente distendida; fue nuestra mejor época. Sin embargo, ya en ese tiempo Bob comenzaba a preocuparse por su salud. Antes de dormir me hablaba del sida. Un amigo suyo se había contagiado, no sabían de quién. Era gay y también trabajaba en la Industria, llevaba una vida bastante promiscua. Agonizaba con un sarcoma de Kaposi en una clínica en Berkeley. Los actores tenían la obligación de hacerse controles mensuales de seropositividad. Las productoras, por una cuestión de mostrar el máximo realismo, exigían que la eyaculación ocurriera ante las cámaras. Por eso, a pesar de todo, en las películas todavía no se acostumbraba a usar preservativos. Bob se jactaba, decía que de todas maneras en su caso no le hubieran servido: no los había de la medida de Slim.
El temor al sida influyó en su decisión de tomarse una larga temporada de vacaciones en Europa. De ahí volvimos a Los Angeles, que estaba tan sucia y soleada como siempre. A los diez días nos casamos en Reno. Bob lo quiso así y yo acepté.
Nuestras infancias no habían sido precisamente un modelo de amor familiar. Hacía cuatro años yo me había marchado a la costa Oeste desde Fort Lauderdale, Florida. Estaba harta de mi papá y sus perros. Eran galgos de carrera, tres en el momento en que me mandé a mudar: Little John, Cash y Snowball. Perros que ya no servían para perseguir a la liebre mecánica en el Canódromo, porque se les había apagado la velocidad, y con los cuales mi papá se había encariñado de tanto verlos correr -y de tanto perder nuestro dinero apostándoles.
Mamá se había ido hacia rato. Mis últimos recuerdos de ella son de los once años. Trabajaba en el mostrador de seguros en el Aeropuerto, vendía seguros de vuelo a los que iban a embarcarse. Se quejaba sin parar de los cubanos; siempre estaba borracha.
Yo me pasaba el día en casa, con los perros, comiendo manteca de maní, hamburguesas con papas fritas y otros supercongelados que sacaba del freezer. A los diecisiete ya no iba al colegio y no tenía ganas de aprender a escribir a máquina, ni computación, ni ninguna de esas cosas de administración y contabilidad indispensables para que una chica consiga un trabajo decente. Así que, cuando me harté de que mi papá también perdiera al póker, y arrancara los teléfonos de la pared en ataques de furia, y de que nuestra poca plata se gastara en alimento para los perros, y de que él les hablara -conmovido- de las grandes carreras que pudieron haber ganado e, incluso, de las que habían ganado, pero hacía ya mucho tiempo. Cuando me harté de todo, empecé a salir con un muchacho y con otro y otro, y en los hoteles miraba videos porno y el resto del día estaba en el gimnasio de Michael. De ser una gordita «manteca de maní» pasé a convertirme en una diosa flaca y musculosa.
Michael me conseguía clientes por una comisión, pero me daba cuenta de que lo mejor era hacer películas. Soñaba día y noche con filmar. Mis actrices favoritas eran las hermanitas Susan y Vivian Jones, Cinderella Byron y sin duda la magnífica, la más grande: Victoria “Sleeping Beauty” Morrison -ahora un poco madura-, que se había hecho famosa por escenas en las que la poseían, dormida como una muñeca, entre varios hombres. Siempre trabajaba para el gran John “Bigstick” Williams, el más taquillero de los videastas de la costa Oeste. Y de tanto ver películas decidí viajar a conocer ese ambiente. Pero no pude entrar a los estudios hasta que me casé con Bob.
A él no le había ido mejor con su familia. Me contaba que cuando tenía cinco años, su madre se hacía la muerta, a él lo aterraba no poder despertarla. También jugaban a «La mano muerta», que consistía en acostarse juntos en la cama y que su madre, con los ojos cerrados, dejara caer su mano, al azar, sobre cualquier parte del cuerpo de Bob. A veces le aplastaba los testículos, en general terminaba masturbándolo. A los dieciocho él quería adelgazar, le recortaba la grasa al jamón. Su madre, a propósito, le hacía sándwiches con esa grasa. Decía que le daba pena tirarla.
La única vez que visitamos a sus padres y hermanos en Wichita Falls, su madre me sorprendió. Era petisa, gorda, desinhibida y con una voz gruesa y rasposa. Tuve miedo de ella; me fui con la extraña sensación de que en esa casa todos eran hombres. Bob me contó, muy avergonzado, que en la adolescencia había sufrido convulsiones epilépticas. Perdía el control sobre sí mismo, se orinaba encima, era terrible. «Los chicos son los que están más solos», me decía. «No se pueden comunicar». Nunca supe con exactitud a qué se refería, incluso llegué a pensar que le habían hecho algo más que no me quería contar; una violación o algún tipo de ataque sexual.
Su primera experiencia con la pornografía le resultó rara. Sus compañeros de tercero de la preparatoria hacían circular, entre risitas, un libro de tapas forradas. La profesora se los quitó de las manos, se paró en el pasillo en medio de las filas de pupitres y lo encendió con un fósforo. Sorpresivamente el libro ardió con una gran llamarada, chisporroteaba como si estuviera impregnado de pólvora. Seguramente porque se trataba de un libro pornográfico.
Después de casados nos instalamos en Santa Mónica, en una casa de los suburbios, y comenzamos a pagar las cuotas de la hipoteca y de los dos autos. Entré a la Industria a través de mi esposo. Siempre hice papeles chicos, me resultaba difícil actuar. No porque tuviera vergüenza, en realidad las que más me costaban eran las escenas no sexuales. Aquellas en las que tenía que lucir natural, cotidiana, decir algo de texto.
Además, yo no era un fenómeno en ningún sentido, no gozaba de ninguna cualidad sobresaliente. Y casi todos los que trabajan en la Industria -porno o no porno- las tienen. Algunos, como Bob o Nancy, poseen enormes órganos; otros, un prodigioso desarrollo muscular, algunos -hombres o mujeres- son increíblemente hermosos y apuestos, otros -esos también son un fenómeno- son maravillosos actores. Al final una se da cuenta de que todos son extraordinarios en algo. Yo no contaba con ningún atributo, nunca me destaqué, ni llegué a interpretar papeles protagónicos.
No obstante, vivíamos bien; Bob ganaba mucho y yo aportaba lo mío. No necesitábamos atender clientes, que es lo más desagradable. (Siempre es mejor trabajar con gente de la profesión, es menos salvaje y peligroso. Las relaciones sexuales que se muestran al público ocurren entre compañeros de oficio, todos obedecen las órdenes del director. En el caso del encuentro con un cliente el vínculo es desparejo: ellos pagan y exigen.) No toda la gente de la Industria me gustaba, pero estábamos en el mismo oficio. No había lugar para el desprecio. Es cierto que existían jerarquías, pero en un sentido nos encontrábamos en el mismo plano.
Bob estaba orgulloso de la versatilidad actoral de Slim. Lo llamaba «Slim, el mentiroso». Era un artista en fingir el orgasmo. Había adquirido esta habilidad en su larga etapa de taxi-boy, cuando se acostaba con siete u ocho homosexuales por día. Era materialmente imposible eyacular cada vez. «Slim retenía el semen y yo gritaba como un cerdo en el matadero, Slim es un gran comediante. Después lo retiraba, él lentamente perdía parte de la erección y quedaba listo para el siguiente.»
Me hice vegetariana para acompañarlo, a él le asqueaba lo animal, «son todos cadáveres». Decía que un ambiente ideal para una porno es la carnicería, «el amante carnicero te dice la verdad de lo que sos: carne». Hacíamos una dieta ovo-lácteo-vegetariana. Paseábamos en moto. Después de estar todo el día en el cuarto, tocando la guitarra, él salía ahumado por el incienso. En la moto yo iba abrazada a su cintura; su pelo flameaba al viento, me hacía cosquillas en la nariz y me impregnaba de olor a incienso.
No nos resultaba fácil aceptar nuestro trabajo. Sabíamos que por el momento no podíamos hacer otra cosa. Ahorrábamos para el futuro, como tantos otros que dependen del rendimiento de sus cuerpos -en esto no éramos diferentes de cualquier deportista-. Estábamos hartos de las resbalosas sábanas de satén color crema, de los guantes de seda negra largos hasta más allá del codo, de abrir y cerrar braguetas, de engrasar órganos, de las uñas postizas esmaltadas de rojo sangre, de los infinitos consoladores y, sobre todo, de los machacantes y repetidos gritos de «Honey, I’m coming, I’m coming, Honey» en voces de hombres y mujeres, acompañados de las muecas correspondientes.
Bob les ponía nombre a nuestros trabajos actorales: éste se llamaba cinco mil dólares, aquél tres cuotas de la hipoteca, el otro medio auto. Odiábamos algunas escenas, particularmente aquellas en las que pervertían animales. (Nos gustaban los animales.) Recuerdo en especial los ejercicios de un cerdito con el pene como un tirabuzón y otra donde un delfín se masturbaba con el chorro de agua de su acuario.
Evitábamos ir a nuestras mutuas filmaciones, aunque a veces nos tocaba trabajar juntos y no podíamos negarnos. No me gustaba ver a mi pobre Bob atado sobre una mesa de torturas; o colgado del techo de una mazmorra medieval, con péndulos de plástico suspendidos de su pene, («el bueno de Slim cargado de cadenas», bromeaba Bob), mientras varias mujeres lo acariciaban, chupaban y mordían. O que señoras vestidas de cuero negro, con el pelo peinado con gel, lo flagelaran con látigos de utilería. Siempre lo contrataban para videos dirigidos a un público de lesbianas sadomasoquistas, entre ellas era una verdadera estrella. Encontraban en Bob una curiosa faceta femenina.
A él, por su parte, lo entristecía verme como «tragasables». Al principio, para lograr un control sobre mis náuseas, tuve que entrenarme durante muchos días presionando la base de mi lengua con los dedos. Eso reducía en parte el reflejo del vómito. Con el tiempo me convertí en una experta. Me tomó varias semanas dominar la técnica hasta lograr aceptar un pene en lo profundo de mi garganta. Me acostaba con la cabeza colgando por debajo del borde de la cama y así lo tragaba. Si debían repetir las tomas varias veces terminaba con un fuerte mareo por estar con la cabeza por debajo del nivel de mi cuerpo. No conseguía hacerlo si estaba resfriada: me asfixiaba.
Bob me suplicaba que nunca tragara el semen. Me llevaba al dentista muy seguido, tenía miedo de que la enfermedad entrara por una caries. Contaba de un amigo que se contagió a través de los ojos, lo habían salpicado con gotas de sangre de un sidoso.
A mí el esperma me da asco. Algunas chicas recomiendan tragarlo de golpe, dicen que así casi no le sienten el gusto. Yo solía retenerlo cerrando la garganta y, cuando cortaban la escena, la dejaba caer de costado, por la comisura de mis labios, sobre un Kleenex o una toalla. Describen su sabor como algo amargo, pero para mí es como una mezcla de harina y sebo de vela con olor a lavandina.
Cierta vez Bud Schultz, alias «el papero» -porque su familia tiene plantaciones de papas en Arkansas-, a quien también llamaban «La pistola más rápida del Oeste», se ofendió porque escupí y me limpié su semen en sus propios muslos. El hombre eyaculaba como un burro, lanzaba baldes de esperma. ¿Qué creía?, ¿que lo suyo era un don de los dioses?
Sólo una vez vi sonreír a Bob durante una filmación. Me observaba en una toma en la cual yo montaba y espoleaba a Helga, una sueca acromegálica de casi dos metros de altura, con nalgas y pechos bamboleantes como globos llenos de agua. Le habían puesto una montura y riendas de seda negra atravesaban sus labios como una mordaza. A él le causaba gracia verme clavarle las espuelas de goma -pintadas imitación metal-, y gritarle insultos de apostador que ha perdido una carrera en el hipódromo.
Por suerte todos éramos experimentados. Se consideraba una falta de profesionalismo que un actor se calentara de verdad. Esto perturbaba el trabajo de sus compañeros de escena. Es cierto que los hombres alcanzan un grado de excitación real, entran en erección; pero siempre hay un resquicio para el engaño, para la actuación. Se comprende que su deseo no es auténtico. El hecho de estar trabajando por dinero es de gran ayuda.
A los que se descontrolaban y lo hacían en serio, se los despreciaba. Eran los babosos -los llamábamos hot-dogs-, no reservaban lo verdadero para sus momentos íntimos. El problema era que muchos no gozaban de momentos íntimos: estaban solos, esos eran los más peligrosos. Buscarles novios o amantes se convertía en una cuestión de salud mental para el resto del equipo. Después de alguna escena especialmente fuerte decíamos en forma casi ritual: no fue nada personal. Es un viejo chiste del gremio, pero nunca pierde vigencia.
Habíamos festejado nuestro tercer aniversario de casados y sin duda éramos una de las parejas más estables entre nuestros amigos, cuando le di a Bob la noticia de mi embarazo.
Él estaba en el set, persiguiendo a Sally y a otras dos chicas que aparentaban tener doce pero, en verdad -por cuestiones legales-, ya habían cumplido los dieciocho. (Nunca supe dónde las encontraba Lucille, la persona encargada del casting y con quien todos tratábamos de congraciarnos.) Como decía, estaban esas chicas jugando badminton con sus polleritas de tenis y sin bombacha, con cintas en el pelo y chupetines de colores en las manos, correteando por un parque florido mientras Bob las acosaba desnudo. En un intermedio le anuncié que iba a ser padre. Mi marido era muy profesional, siguió filmando todo el día como si no le hubiera dicho nada y cuando nos encontramos en casa se derrumbó como un chico.
Atravesamos varias etapas. Al principio me exigía que abortara; era un suplicio para Bob no saber quién era el padre, no había sido un hijo buscado. Casi nos separamos. Yo tenía la certeza femenina de que era de él, estaba segura. Con el tiempo lo convencí o dejó de importarle; se resignaba diciendo que de todas maneras lo iba a querer.
Por unos días estuvo tranquilo, pero de inmediato lo acometió la vergüenza. Nunca vi a nadie sentirse más indigno. Decía que él no debía tener hijos, verían las películas y después no podría mirarlos a los ojos. Se deprimió tanto que llegó a meterse en cama varias semanas.
Fuimos de vacaciones a México, nos hacía falta. Allí jugó con los niños alojados en el hotel, antes jamás le habían interesado. Después del almuerzo solía contarles cuentos provincianos del Medio Oeste, a un grupo de chicos que se rebelaban cuando sus padres los mandaban a dormir y solían vagar aburridos por el hotel a la hora de la siesta. Bob nadó, desempolvó sus habilidades deportivas, unos cuantos adolescentes admiraron su destreza para ejecutar saltos ornamentales. Y, sobre todo, nadie lo reconoció; ese era en el fondo su gran temor.
Cuando regresamos todo parecía andar bien. Una vez se despertó a la madrugada y me dijo que quizás, dentro de unos años, las películas ya no le interesaran a nadie y podríamos comprar el lote completo por poco dinero y destruirlo. Para que se quedara tranquilo le dije que me parecía una buena idea. Pero él solo se dio cuenta de que se trataba de una de aquellas soluciones brillantes, concebidas durante el sueño y que, a la luz del día, se revelan como disparates. No sería posible juntarlas a todas, el material estaría disperso por el mundo.
Yo había dejado de trabajar. Cierto día, cuando cursaba el quinto mes de embarazo -y la curva lisa de mi vientre era bien visible-, le alcancé un Martini en la ducha. Me asusté cuando advertí que se había afeitado el culo. Le pregunté si lo había hecho por alguna exigencia del guión, pero no quiso contestarme. Me pareció un detalle siniestro, Bob tenía mucho vello, sus nalgas afeitadas resaltaban de manera obscena.
Por esa misma época empezó a no poder dormir. Alquilaba muy seguido videos de cualquier clase y se quedaba despierto hasta la mañana. Cuando yo abría los ojos me encontraba con la habitación bañada por la luz grisácea del televisor. Semanas más tarde me comentó que estaba preocupado por un hombre que veía en los videos. Esta persona parecía ajena a la escena que se proyectaba. A veces miraba directamente hacia la cámara, otras, pasaba por el fondo del decorado o entre los actores como si fuera invisible. Una vez se acercó a la pantalla y lo miró directo a los ojos. Tomó aire como para hablarle, Bob se asustó, pero después el hombre pareció arrepentirse y se retiró fuera de su visión. Siempre era el mismo tipo.
«Es un alma desencarnada que vaga atrapada en las películas, un fantasma del video», decía Bob. «Debe ser alguno de nosotros muerto.» Afirmaba que se lo topaba en distintos filmes que no tenían relación entre sí. Había intentado encontrar un común denominador, quizás habían sido producidos por la misma compañía, filmados en el mismo estudio o con los mismos técnicos. Comparaba los repartos de cada una y no hallaba similitudes. Le sugerí que consultáramos a un psiquiatra, pero no me hizo caso. Yo no quería comentar lo que sucedía con nadie, temía que la productora no volviera a contratarlo si pensaban que estaba loco. Según el convenio con el sindicato de actores todos sus trabajos se consideraban free-lance. Yo tenía pocas amigas a quienes contarles y no fueron de gran ayuda. Me recomendaron que esperara, decían que estaba atravesando por una crisis, ya se le iba a pasar. Y así fue, se le pasó o -con lo que vino después- dejó de tener importancia.
Una mañana durante el desayuno me dijo que se iba a buscar un trabajo decente, no podía destruir los videos, pero no iba a continuar haciéndolos. Si se lo explicábamos con inteligencia, nuestro hijo lo entendería. Lo tomaría como una etapa de nuestras vidas que habíamos dejado atrás. Yo estuve de acuerdo, en realidad, me emocionaron tanto sus palabras que lloré toda la mañana. Sentí que Bob había madurado.
Comenzó a trabajar en los gimnasios. Fue instructor de aparatos, dio clases de aerobics, se empleó como guardavidas en las playas de Santa Mónica. Ganaba el diez por ciento de lo que le pagaban por las películas.
Cuando estaba a un mes de la fecha del parto, una noche tuve ganas de tener relaciones con él, hacía mucho tiempo que no lo hacíamos. Lo destapé con delicadeza y le bajé los calzoncillos. Ni se movió, dormía profundamente, su nuevo trabajo en el gimnasio lo dejaba exhausto. Llevaba el pene atado al muslo con un grosero esparadrapo cubierto de tela adhesiva. Me quedé asombrada mirando aquello.
Sin pensarlo intenté quitárselo. Al tirar, arranqué los pelos pegados a la tela adhesiva, se despertó sobresaltado por el dolor, me dio un empujón y se apartó, sentándose contra la cabecera de la cama. «Slim se quiere meter adentro», me dijo aterrado, mientras agarraba con desesperación su pene con la mano derecha como si se tratara de una serpiente venenosa, «por eso lo tengo amarrado».
La mano le temblaba, la cabeza de su miembro había adquirido un color violáceo oscuro por la fuerza con que lo apretaba. «Te estás lastimando», le dije tomándolo por el brazo. Él me alejó nuevamente y me pidió cinta adhesiva. «Vos no entendés», me gritó mientras yo buscaba en el botiquín del baño, «cuando se meta en mi vientre me voy a morir».
Recorrimos médicos, no aceptó ir a un psiquiatra, decía que le iban a dar sedantes y cuando estuviera descuidado, su pene se enterraría en su panza. Al fin dimos con un médico de Hong Kong que dijo saber lo que ocurría.
Yo hubiera esperado encontrarlo en el barrio chino, pero su consultorio quedaba en el barrio chicano de Los Angeles, cerca del mercado de cítricos de la John Lennon Avenue. Me devolvió la confianza descubrir la sala de espera atestada, parecía un vagón de subte en la hora pico. Había gente de todos los colores y nacionalidades. Después de un largo rato, nos hizo pasar. Era un chino viejo, con unos bigotes largos y ralos. Tenía manos bondadosas, no hablaba en inglés. Nos habían contado que atendía en forma alternada: dos meses en Los Angeles y dos en Hong Kong. A su lado, otro chino -también viejo- oficiaba de intérprete. No había mucho que explicar. Bob se bajó los pantalones -por comodidad ya no usaba calzoncillos-; su pene estaba atado contra el muslo, sujeto por tres vueltas de tela adhesiva, sus colores iban desde el púrpura vinoso al del hígado crudo.
«Lo llevo anclado», intentó bromear Bob, aunque transpiraba de angustia. El médico dijo algo que el intérprete tradujo como: «Temor de que se marchite…er… encoja…, se meta dentro de abdomen. Enfermedad de la tortuga, arruga cuello y… desaparece». Cuando pronunció estas palabras, Bob lloró de miedo; temblaba como afiebrado y apretaba su miembro contra el muslo. El médico dijo algo breve, su traductor exclamó con tono severo: «Mucha autocomplacencia… vicio de la mano… Símbolo Yin. Ahora tu… mucho femenino.»
El médico abrió un armario laqueado de negro y tomó una cajita de cartón, de ella sacó un raro instrumento y se lo extendió a Bob con una leve sonrisa de compasión. Su gesto expresaba piedad, daba a entender que estaba desahuciado. Le dio una larga explicación, mostrando con ademanes elocuentes como se usaba el aparato aquel. El intérprete dijo: «Li-teng-hok… pone aquí adentro y ata… fuerte a la cintura…». El artefacto semejaba dos cucharas enfrentadas por su concavidad, allí se colocaba el glande y se las cerraba con una grampa. Ambas estaban unidas entre sí por el mango y éste, a su vez, a una cuerda que se ataba a la cintura. El pene sujeto por la cabeza y amarrado no podría escapar hacia el interior del cuerpo.
El médico chino, a modo de despedida, dijo en inglés: «Muy bueno». Mientras nos acompañaba hasta la puerta, el intérprete comentó en tono confidencial, pero con mucha mímica: «Paga doscientos dólares… Li-teng-hok muy bueno… de su abuelo… él también enfermedad de la tortuga». Tuve la impresión de que los chinos se aprovechaban de nosotros. Pero a Bob no le importó; se fue de allí desconsolado. Fabricó una copia del aparato adecuada a su tamaño y le envió de vuelta por correo el modelo original al médico.
Pocos días antes del parto desapareció y desde entonces no he vuelto a verlo, ni supe nada de él. Yo también necesité que me cuidaran; las chicas se turnaban en el hospital. Los primeros tiempos fueron muy duros, después me fui arreglando. Hacía pequeños papeles y, como con eso no nos alcanzaba para vivir, conseguí entrar en la oficina de casting. Al principio el sindicato de actores se opuso, me presionaron para que eligiera una cosa o la otra, pero los ablandé con mi historia.
De Bob nunca recibí noticias, ni siquiera los chismes habituales del estilo de: lo encontré en un bar en New York, o actúa para tal director. A veces pienso que regresó con su madre; otras, que se casó con otra, con la condición de no tener hijos -no podría soportarlo-. Cuando estoy deprimida pienso que se suicidó.
Bobby ya cumplió seis años, en este momento está comiendo cereal con leche, me pregunta si se puede sonar los mocos en la pileta de la cocina. Afuera, en el patio trasero, un gorrión picotea entre las baldosas andando a los saltitos. Pienso que algún día le mostraré a Bobby las películas de su padre. Para que lo conozca.

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Sakura-gari – Alejandra Kamiya

Alejandra Kamiya nació en Buenos Aires en 1966. Se formó en el taller Abelardo Castillo entre 2009 y 2014. Según sus palabras: “creció en una casa multicultural”. Hija de padre japonés y madre argentina.


Cuenta que llegó a la escritura a partir de un sorteo que vió en un anuncio en el supermercado. La consigna era armar un texto en base a un párrafo previo y el primer premio se ganaba una estadía en un spa. Alejandra gana el primer premio y durante la ceremonía de premiación todos los demás ganadores le preguntaban hacía cuanto que escribía y ella ahí pudo vislumbrar la posibilidad de dedicarse a la escritura. Comenzó con los talleres de Inés Fernández Moreno y continuó con los talleres de Abelardo Castillo. 

Hay algo de la esencia del Haiku en la escritura de Alejandra, la presencia de la naturaleza, el instante, la descripción breve que culmina con un elemento disruptivo que sorprende y emociona. Hay algo de la esencia del Zen también, en la austeridad, la búsqueda de la simpleza que hay en lo cotidiano, en una conversación con un padre, en la preparación de un desayuno. Su escritura nos enseña que en lo simple se encuentran las cosas más significativas. 

Les compartimos el cuento “SAKURA-GARI”, parte de su último libro La paciencia del agua sobre cada piedra, editado por Eterna Cadencia. 
El título del cuento, se podría traducir como “cazador/a de flores de cerezo”. Kari, en japonés, significa caza, pero hay ciertas palabras que cuando se las une a otro término, cambian de sonido, en este caso gari.

SAKURA-GARI

Si la muerte fuera mala estaríamos
rodeados de animales enloquecidos. 
Rainer Maria Rilke

Las dos amamos el silencio, y soy siempre yo, la torpe, la que no puede andar por él sin romperlo, como si fuera una capa de hielo que se resquebraja y se hace ruidos en lugar de trizas. Sakura en cambio no lo rompe, sus pasos y sus saltos caen como los copos de nieve y las superficies los reciben sin oponerse. 
Así vino a mí esta mañana, sin romper el silencio. Yo no tardé en hacerlo: calenté agua y puse yerba en el mate, corté fruta y cada movimiento mío se tradujo en una grieta de sonido. 
Ella hizo ochos rozándome las piernas. Maulló un saludo o tal vez el pedido de la primera ración de comida. 
Después de comer un poco volvió a mirarme y me preguntó si yo estaba bien. Hacía mucho tiempo que no me hablaba. 
Me sugirió algo acerca del pasto e insistió en que debía probarlo, a lo que finalmente respondí que yo era así, que mi gesto no tenía que ver con ningún malestar físico sino con mi espíritu nostálgico, tal vez melancólico.
Ella preguntó qué era “nostálgico” y me quedé pensando. Finalmente le dije que se trataba de extrañar el pasado. 
Pegó un salto silencioso del piso a la mesa y dijo, mientras se acercaba, sinuosa como es ella, “¿Qué es pasado?”.
“Cuando salís de la casa y te vas al fondo, a trepar el liquidámbar y aquella pared, la casa es el pasado, cuando saltás a la pared, el jardín es el pasado”.
Hizo un sonido suave, una eme larga, pasando el costado de su cuerpo contra el frasco de vidrio azul en el que guardo el té. Seguramente pensó que si era así, yo debía, simplemente, volver al pasado, como ella volvería del jardín a la casa si quisiera.
Se acercó y se sentó en el triángulo dorado de sol sobre la mesa, junto a la pava. Yo seguí pensando cómo explicar mi espíritu, su melancolía. 
Pensé y no dije que el espacio se parece a la tierra y el tiempo al aire y que no puedo volver al aire que acaba de entrar cuando abrí la ventana. 
“Es como si al salir al jardín dejaras las patas dentro de la casa”, dijo.
Sonreí.
Según esa imagen, yo tenía las patas en el pasado y las manos en el mañana. Solo el torso con sus vísceras y sus miserias, en el presente, incómodo.
“Sí”, dije, “las manos en el miedo a perder”.
“¿Qué es perder?”, dijo ella estirándose. 
“Es no tener”.
“¿Qué es tener?”, dijo, estirada al sol. 
“Es una forma de poder sobre las cosas”.
“Tomarlas”, dijo y se volvió sobre su lomo. 
“Tomarlas… o más bien disfrutarlas”, dije.
Desde ese punto de vista, pensé, ella tenía todo, disfrutaba cada cosa.
“El tema no es lo que tenemos sino lo que no tenemos”, agregué. 
Vi cómo se le erizaba el pelo, ahí en la línea negra del lomo que luego se derrama en líneas verticales que caen por sus costados simétricos. 
El tema, me repetí, es lo que no tenemos. 
También era todo lo que ella no tenía. 
Como siempre: ella no iba a ver cuál era el problema. 
“El problema, dicen, es lo que queremos”, agregué y eché un hilo de agua sobre la yerba, en el mate.
Ella me miró y me dijo “Querer es el hambre, lo recuerdo”, y se puso en posición de ataque, haciendo pequeñísimos movimientos con sus patas traseras. 
“Sí, y hay quienes creen que lo ideal es no tener hambre nunca”. 
Ella miró la heladera y sentí que me acusaba. 
“Satisfacer un hambre genera otro, Saku”, dije en mi defensa. 
Ella entrecerró los ojos un poco y miró hacia el otro lado. 
El riesgo de nuestras conversaciones era que ella perdiera el interés. Cuando esto ocurría, simplemente se lamía una pata o maullaba: dejaba de hablar. 
Era claro que la idea de no satisfacer el hambre no le resultaba interesante. Intenté continuar. “¿Es mejor el hambre o la comida?”, improvisé.
Ella entreabrió un poco los ojos que ya había cerrado. Parpadeó. “Lo mejor ocurre entre las dos”, dijo lamiéndose una pata. 
Si no tuviera más hambre, pensé, se quedaría en ese lugar. La imaginé echada, como ahora, en ese lugar perfecto que no deseo, tan de Dios. 
Pensé en mí, mi vida, corriendo detrás de las cosas que no quiero. Pero era demasiado obvio para decírselo a ella. Ya habíamos hablado una vez acerca del dinero. La pena que sintió por mí aquella vez que me hizo jurar que no iba a volver a ponerme tan en evidencia en frente suyo. 
“Lo que ocurre cuando comiste”, dije, “se parece a la muerte”. 
“Entonces”, dijo, “la muerte es buena”. 
No tenía forma de desmentir aquello y dejé en el aire un inaudible “No creo” y le acaricié la cabeza. Ella se arqueó para prolongar la caricia por su cuello. 
“Lo que ocurre entre las dos”, había dicho ella. Lo que le gustaba era esa especie de jardín entre el deseo y la satisfacción.
Sin darme cuenta, estaba acariciándole el lomo y ella ronroneaba estirada sobre la mesa. 
Recordé el cuento en el que un hombre que sufre un accidente doméstico va al campo y acepta batirse a duelo con unos gauchos. Ese hombre, que nunca ha usado un cuchillo para pelear, camino al campo, acaricia un gato que vive en la eternidad del instante. 
Con la mano izquierda eché agua al mate, y di dos sorbos en silencio. 
El motor del ronroneo temblaba en mis dedos y en mis dedos hubo algo de esa eternidad.
El sol se había ido moviendo de la mesa y ya no entraba en la cocina. Pensé que los sábados de mi vida se parecía a la de ella: tengo mínimos rituales de acicalamiento como darme un baño largo, honrar la higiene o intentar alguna forma de cuidado personal. A veces simplemente me miro al espejo.  Es una ceremonia que suele tener dos partes: una primera en la que veo mi imagen y otra en la que veo mi mirada y el extraño juego de compensaciones que se ha dado entre las dos. Cuanto más se hace necesaria, más compasión hay en mi mirada. O no: la medida no es la necesaria, es mayor. La compasión supera aquello que viene a perdonar, a esa especie de cansancio entre mis mejillas, en el entrecejo, alrededor de mis ojos. Lo que llamo compasión en mi mirada es lo que antes habría llamado conformismo o hasta abandono. ¿Quién de las dos tiene razón, la que fui o la que soy?
Intenté mirarme a través de los ojos de Saku: me veía igual, un poco más lenta tal vez, más gruesa, más calma. Debía verme como el árbol del fondo cuando cambia el color de sus hojas o las pierde. 
Además de rituales, los sábados a veces hay celebraciones. Momentos de brillo que veo ascender, expandirse en el cielo, hacerme feliz, apagarse. Mi hijo, un par de amigos, mi vecina de al lado. 
Saku tiene un amigo, o tal vez varios. Tuvo o tiene padres y cachorros. Ha recibido de unos  y les ha dado a los otros lo que debía, y luego, con elegancia y sin pena, los ha dejado atrás, como hace el otoño con el verano.
Los cachorros nacieron en el baldío de al lado. Nunca los vi. Ella subía y bajaba por el liquidámbar. La vi preñada, luego dejó de venir, y al tiempo regresó, muy delgada. No sé cuándo empezó a pasar más tiempo aquí que al lado. Tampoco sé qué pasó con sus pequeños. Sé tanto de ella como ella de mí. 
O tal vez sé tanto de ella como de mí. Mis pequeños, qué pasó con ellos podría preguntarme ella y yo podría darle una respuesta pobre, quiero decir, parecida a la que ella podría darme acerca de sus cachorros en el baldío.  “Hicieron su vida”, tal vez diría ella o yo.
¿Habrá tenido amores? Seguramente. Han pasado, como los míos. Tal vez no tenemos más que el presente, pero esa es una idea más de ella que mía. 
Se estiró y abrió apenas los ojos, con destellos dorados. Volvió a cerrarlos, siguió durmiendo.
Después de un rato se estiró y me preguntó por qué quería hablar de la muerte. 
Le respondí que cuando se habla de eso no hay mentiras. 
“¿Qué es una mentira?”, dijo. 
“Es como cuando vas a atrapar un pájaro y te escondés entre el pasto. Mentir es como esconderse”. Dije. 
“Mentir es divertido entonces”, dijo y se dió vuelta sobre el lomo. 
De nuevo yo me veía en una esquina del laberinto de nuestras conversaciones: si mentir era divertido, hablar de la muerte no lo era. 
“Hablar de la muerte también es divertido”, dije, “hay más riesgo”.
Hizo un sonido largo, maullido a medias. 
“Y esto que hablamos”, dijo, “¿vas a escribirlo?”.
“No creo”, dije, “no tiene tensión”. Y antes de que ella preguntara, agregué, “la tensión es como cuando intentás atrapar un pájaro: no sé si vas a lograrlo o no, entonces me quedo mirándote”.
“Entiendo”, dijo, “no hay tensión porque sabemos: nosotras no vamos a morirnos”.
Sonreí. No quería decirle que un día iba a ser un pequeño tigre frío y yo la iba a enterrar en ese mismo jardín, en una caja de zapatos, que no iba a cazar más, ni a trepar el liquidámbar de fondo ni los álamos por los que sube al balcón. Tampoco quise decirle que tal vez antes yo no iba a abrirle las puertas ni las ventanas ni iba a servirle el alimento ni el agua en sus platitos morados, que no iba a escuchar más mi voz diciendo su nombre. 
Y tal vez porque yo me quedé muy callada o porque un viento suave agitó los álamos como si preguntara, ella siguió hablando.
Explicó, con esa voz tan suave y tan llena de matices que ningún humano podría imitar, que ella no iba a morir. 
Al principio continué sonriendo: creía saber algo que ella ignoraba, como si yo hubiera estado en un lugar más alto y hubiera podido ver más lejos.
Pero ella siguió hablando y me di cuenta de que se sentía o creía ser, o debería decir que ella era, parte del jardín, parte del liquidámbar y de los álamos, parte de las hormigas y los cascarudos, las babosas y los caracoles y grillos y cigarras, de la noche y del día como eso que giraba envolviéndonos. Las estrellas eran parte de ella como lo eran las líneas negras que salen egipcias del rabillo de sus ojos verdes, dorados. La brisa, la luna, el barro. Ella es una parte y eso la hace ser el jardín entero y el baldío de  al lado y el barrio y el mundo alrededor y todos los otros gatos que son y que fueron. 
Cuando entendí, dejé de sonreír. 
Apoyé mi cabeza junto a ella, sentí el sol, y dije, más clara y más tranquila, más parecida a ella:
“Yo tampoco voy a morir, Saku. Claro que no”. 

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Ensayo Literatura Argentina

Las Clases De Hebe Uhart – Liliana Villanueva

Las clases de Hebe Uhart es el mejor homenaje que una alumna le puede hacer a su maestra: dejar su legado por escrito para que su mensaje se disemine por fuera del círculo inicial.

Durante 10 años, Liliana Villanueva asistió al taller de escritura que daba Hebe Uhart (1936-2018) y a partir de un momento, decidió empezar a transcribir las notas que había tomado en esos encuentros. Con el visto bueno de la autora de «Un día cualquiera», «Camilo asciende» y «Del cielo a casa», se armó un libro que tiene el tono de una conversación en capítulos (con títulos como “El lenguaje y el misterio”, “El ‘pero’,  la fisura y el cuento”, “De dónde surge un cuento”, “Construcción de personajes”, “El humor en la escritura”, entre otros) que sirven de guía para quien quiera sentarse a escribir. Como en las obras clásicas o de estudio, antes de cada capítulo hay una síntesis de los temas que se tratarán y luego sí, la voz sobria y los conceptos precisos de alguien que construyó una obra singular, sin ataduras.


Al cabo de la lectura, se saca en limpio que a Uhart le interesaba mucho a la hora de escribir, el habla de la gente en los lugares, la observación y la escucha como estados de atención, y también su desdén a la literatura escrita por escritores para escritores. Sostiene que escribir es comunicar y recomienda hacer crónicas de la propia infancia para empezar a familiarizarse con el primer personaje del que se puede escribir, que es uno mismo.

En el cierre, el libro incluye un Decálogo que sintetiza lo leído, pero la gracia de estas clases está en seguir esa voz tan humana que se desgrana página a página. El volumen cierra con dos ensayos escritos por Hebe Uhart que profundizan y amplían algunos temas: “El escritor y los lugares comunes” y “El humor en los escritores de la generación del 80 del siglo XIX”.

1- No hay escritor, hay personas que escriben

2- Escribir es una artesanía, un trabajo como cualquier otro.

3- Para escribir hay que estar, como decía Chéjov, «a media rienda».

4- La literatura está hecha de detalles.

5- El primer personaje somos nosotros mismos.

6- No importa el hecho en sí mismo, sino la repercusión del hecho en mí o en el personaje.

7- Al personaje se entra por la fisura.

8- Todo cuento tiene un «pero». El «pero» me abre el cuento.

9- Hay que saber observar y escuchar como habla la gente.

10- La verdad se arma en el diálogo.

11- El adjetivo cierra, la metáfora abre.

Hebe Uhart

Ideal para quienes buscan inspiración para escribir o seguir haciéndolo.

Publicado por Blatt y Ríos
Diseño de tapa: Iñaki Jankowski


Hebe Uhart en Pispear:
– Del Cielo A Casa – Hebe Uhart

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Literatura Argentina Poesía

Monoimi – Leandro Diego

«Monoimi» de Leandro Diego es un libro atípico, como la época. 93 poemas cuya acción sucede en el Garlic (ajo), un bar más mental que físico, donde habitan personajes como Don Yatel, el Tabunco, Darlith, la gorda Cultura y un “él” que observa todo desde afuera mientras escribe “en su cuaderno Moleskine*”.

A mitad de camino entre el Bar Princesa donde bailaba la Gran Lady redonda y el “Café Bretaña” de Santiago Sylvester, el escenario de “Monoimi” no se compone tanto de una barra, copas y botellas, sino del cruce de tonos y discursos: los soliloquios de esas sombras que se mueven en el bar, cruzando la filosofía con la calle, el zenismo con la publicidad e internet.

Muchas escenas del libro transcurren en la «noche retórica», antes o después de «la elipsis»: hechos que se presumen pero no se cuentan y arman un núcleo de sentido imposible de asir.

Curiosamente, el título del libro refiere a un concepto contrario a la vida pública que pide el bar. Una de las acepciones de monoimi
物忌み es recluirse en el hogar para evitar ambientes impuros. Tal vez solo desde ahí pueda contarse lo que la noche dejó atrás “en la cuadra, en el ghetto, en el barrio”.

#62

voy a poner un bar
había dicho el Tabunco
cuando la hija se le instaló
en la casa;
y cambió de oficio,
de ideología
de fe

un bar sin cultura,
en esta misma cuadra
en el que nada se archive
ni se repita:
un bar
donde las cosas siempre estén pasando y
nada pueda transmitirse

Editado por Años Luz Editora
foto de tapa: Florencia Viadana