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Cuentos Narrativa argentina

El aljibe – Mariana Enriquez

Lo que tiene de genial este cuento, y en general la escritura de Mariana Enriquez, es que encuentra y explota el terror que subyace en lo cotidiano. Donde la mirada de uno pasa casi sin prestar atención, ahí la autora escribe un cuento tremendo. 

En sus cuentos el horror está en todas partes, en un hotel antiguo, en un barrio maldito, en una mujer con la cara desfigurada por las quemaduras, en las obsesiones de los seres solitarios y en muchos lugares más. Al acercarnos a sus cuentos nos damos cuenta de que el terror nos rodea y nos envuelve todo el tiempo, todos los días. 

Hoy les compartimos  “El aljibe”, un cuento que es parte del libro «Los peligros de fumar en la cama», y trata sobre la brujería, sobre los famosos gualichos o “trabajos”, y lo bueno que tiene es que nos acerca al territorio de lo conocido. ¿Quién no tiene una anécdota propia o ajena sobre un trabajo que le hicieron a alguien? ¿Quién no encontró alguna vez una macumba en la calle y la miró pensando en que esas cosas no hay que mirarlas ni tocarlas porque si no, el mal se nos impregnaría?

Cuando se trata de ese tipo de cosas muchos decimos que no creemos, que esas cosas no existen, pero muy en el fondo nos atraen y también nos aterran.

El aljibe

I am terrified by this dark thing
That sleeps in me;
All day I feel its soft, feathery turnings, its malignity.

Sylvia Plath


Josefina recordaba el calor y el hacinamiento dentro del Renault 12 como si el viaje hubiera sucedido apenas unos días atrás y no cuando ella tenía seis años, poco días después de Navidad, bajo el asfixiante sol de enero. Su padre manejaba, casi sin hablar; su madre iba en el asiento de adelante y, en el de atrás, Josefina había quedado atrapada entre su hermana y su abuela Rita, que pelaba mandarinas e inundaba el auto con el olor de la fruta recalentada. Iban de vacaciones a Corrientes, a visitar a los tíos maternos, pero eso era sólo una parte del gran motivo del viaje, que Josefina no podía adivinar. Recordaba que ninguno hablaba mucho; su abuela y su madre llevaban anteojos oscuros y sólo abrían la boca para alertar sobre algún camión que pasaba demasiado cerca del auto, o para pedirle a su padre que disminuyera la velocidad, tensas y alertas a la espera de un accidente.


Tenían miedo. Siempre tenían miedo. En verano, cuando Josefina y Mariela querían bañarse en la Pelopincho, la abuela Rita llenaba la pileta con apenas diez centímetros de agua y vigilaba cada chapoteo sentada en una silla bajo la sombra del limonero del patio, para llegar a tiempo si sus nietas se ahogaban. Josefina recordaba que su madre lloraba y llamaba a médicos y ambulancias de madrugada si ella o su hermana tenían unas líneas de fiebre. O las hacía faltar a la escuela ante un inofensivo catarro. Nunca les daba permiso para dormir en casa de amigas, y apenas las dejaba jugar en la vereda; si lo hacía, podían verla vigilándolas por la ventana, escondida detrás de las cortinas. A veces Mariela lloraba de noche, diciendo que algo se movía debajo de su cama, y nunca podía dormir con la luz apagada. Josefina era la única que nunca tenía miedo, como su padre. Hasta aquel viaje a Corrientes.


Apenas recordaba cuántos días habían pasado en casa de los tíos, ni si habían ido a la Costanera o a caminar por la peatonal. Pero se acordaba perfectamente de la visita a la casa de doña Irene. Ese día el cielo estaba nublado, pero el calor era pesado, como siempre en Corrientes antes de una tormenta. Su padre no las había acompañado; la casa de doña Irene quedaba cerca de la de los tíos, y las cuatro habían ido caminando acompañadas de la tía Clarita. No la llamaban bruja, le decían La Señora; su casa tenía un patio delantero hermoso, un poco demasiado recargado de plantas, y casi en el centro había un aljibe pintado de blanco; cuando Josefina lo vio se soltó de la mano de su abuela y corrió ignorando los aullidos de pánico, para verlo de cerca y asomarse al pozo. No pudieron detenerla antes de que viera el fondo y el agua estancada en lo profundo.


Su madre le dio un cachetazo que la habría hecho llorar si Josefina no hubiera estado acostumbrada a esos golpes nerviosos que terminaban en llantos y abrazos y «mi nenita, mi nenita, mirá si te pasa algo». Algo como qué, había pensado Josefina. Si ella nunca había pensado en tirarse. Si nadie iba a empujarla. Si ella sólo quería ver si el agua reflejaba su cara, como siempre sucedía en los aljibes de los cuentos, su cara como una luna con cabello rubio en el agua negra.


Josefina la había pasado bien esa tarde en casa de La Señora. Su madre, su abuela y su hermana, sentadas sobre banquetas, habían dejado que Josefina curioseara las ofrendas y chucherías que se amontaban frente a un altar; la tía Clarita, respetuosa, esperaba mientras tanto en el patio, fumando. La Señora hablaba, o rezaba, pero Josefina no podía recordar nada extraño, ni cánticos, ni humaredas, ni siquiera que tocara con las manos a su familia. Solamente les susurraba lo suficientemente bajo como para que ella no pudiera escuchar lo que decía, pero no le importaba: sobre el altar descubría escarpines de bebé, ramos de flores y ramas secas, fotografías en color y blanco negro, cruces decoradas con lazos rojos, estampitas de santos, muchos rosarios –de plástico, de madera, de metal plateado– y la fea figura del santo al que su abuela le rezaba, San La Muerte, un esqueleto con su guadaña, repetida en diferentes tamaños y materiales, algunas veces tosco, otras tallado al detalle, con los huecos de los globos oculares negrísimos y la sonrisa amplia.


Al rato, Josefina se aburrió y La Señora le dijo: «Chiquita, por qué no te acostás en el sillón, andá». Ella lo hizo y se durmió al instante, sentada. Cuando despertó, ya era de noche y la tía Clarita se había cansado de esperar. Tuvieron que volver caminando solas. Josefina se acordaba que, antes de salir, había tratado de volver a mirar dentro del aljibe, pero no se había animado. Estaba oscuro y la pintura blanca brillaba como los huesos de San La Muerte; era la primera vez que sentía miedo. Volvieron a Buenos Aires pocos días después. La primera noche en casa, Josefina no había podido dormir cuando Mariela apagó el velador.

Mariela dormía tranquilamente en la camita de enfrente, y ahora el velador estaba en la mesa de luz de Josefina, que recién tenía sueño cuando las agujas fosforescentes del reloj de Hello Kitty marcaban las tres o las cuatro de la madrugada. Mariela se abrazaba a un muñeco y Josefina veía que los ojos de plástico brillaban humanos en la semioscuridad. O escuchaba cantar un gallo en plena noche y recordaba –pero ¿quién se lo había dicho?– que ese canto, a esa hora, era señal de que alguien iba a morir. Y debía ser ella, así que se tomaba el pulso –había aprendido a hacerlo viendo a su madre, que siempre les controlaba la frecuencia de los latidos cuando tenían fiebre–. Si eran demasiado rápidos, tenía tanto miedo que ni siquiera se atrevía a llamar a sus padres para que la salvaran. Si eran lentos, se apoyaba la mano en el pecho para controlar que el corazón no se detuviera. A veces se dormía contando, atenta al minutero. Una noche había descubierto que la mancha de revoque en el techo, justo sobre su cama –el arreglo de una gotera– tenía forma de rostro con cuernos, la cara del diablo. Eso sí se lo había dicho a Mariela; pero su hermana, riéndose, dijo que las manchas eran como las nubes, que se podían ver distintas formas si uno las miraba demasiado. Y que ella no veía ningún diablo, le parecía un pájaro sobre dos patas. Otra noche había escuchado el relincho de un caballo o un burro… pero las manos le empezaron a transpirar cuando pensó que debía ser el Alma Mula, el espíritu de una muerta que transformado en mula no podía descansar y salía a trotar de noche. Eso se lo había contado a su padre; él le besó la cabeza, dijo que eran pavadas y a la tarde lo había escuchado gritarle a su madre: «¡Que tu vieja deje de contarle pelotudeces a la nena! ¡No quiero que le llene la cabeza, ignorante supersticiosa de mierda!». La abuela negaba haberle contado nada, y no mentía. Josefina no tenía idea de dónde había sacado esas cosas, pero sentía que las sabía, como sabía que no podía acercar la mano a una hornalla encendida sin quemarse, o que en otoño tenía que ponerse un saquito sobre la remera porque de noche refrescaba.


Años después, sentada frente a uno de sus tantos psicólogos, había tratado de explicarse y racionalizar cada miedo: lo que Mariela había dicho del revoque podía ser cierto, a lo mejor le había escuchado contar esas historias a la abuela porque eran parte de la mitología correntina, a lo mejor un vecino del barrio tenía un gallinero, a lo mejor la mula era de los botelleros que vivían a la vuelta. Pero no creía en la explicaciones. Su madre solía ir a las sesiones y explicaba que ella y su madre eran «ansiosas» y «fóbicas», que por cierto podían haberle contagiado esos miedos a Josefina; pero se estaban recuperando, y Mariela había dejado de sufrir terrores nocturnos, así que «lo de Jose» sería cuestión de tiempo.

Pero el tiempo fueron años, y Josefina odiaba a su padre porque un día se había ido dejándola sola con esas mujeres que ahora, después de años de encierro, planeaban vacaciones y salidas de fin de semana mientras ella se mareaba cuando llegaba a la puerta; odiaba haber tenido que dejar la escuela y que su madre la acompañara a rendir los exámenes cada fin de año; odiaba que los únicos chicos que visitaban su casa fueran amigos de Mariela; odiaba que hablaran de «lo de Jose» en voz baja, y sobre todo odiaba pasarse días en su habitación leyendo cuentos que de noche se transformaban en pesadillas. Había leído la historia de Anahí y la flor del ceibo, y en sueños se le había aparecido una mujer envuelta en llamas; había leído sobre el urataú, y ahora antes de dormirse escuchaba al pájaro, que en realidad era una chica muerta, llorando cerca de su ventana. No podía ir a La Boca porque le parecía que debajo de la superficie del riachuelo negro había cuerpos sumergidos que seguro intentarían salir cuando ella estuviera cerca de la orilla. Nunca dormía con una pierna destapada porque esperaba la mano fría que la rozara. Cuando su madre tenía que salir, la dejaba con la abuela Rita; y si se retrasaba más de media hora, Josefina vomitaba porque la tardanza sólo podía significar que se había muerto en un accidente. Pasaba corriendo frente al retrato del abuelo muerto al que jamás había conocido porque podía sentir cómo la seguían sus ojos negros, y nunca se acercaba al cuarto donde estaba el viejo piano de su madre porque sabía que cuando nadie lo tocaba, se ocupaba de hacerlo el diablo.

Desde el sillón, con el pelo tan grasoso que parecía siempre húmedo, veía pasar el mundo que se estaba perdiendo. Ni siquiera había ido al cumpleaños de quince de su hermana, y sabía que Mariela se lo agradecía. Iba de un psiquiatra a otro desde hacía tiempo, y ciertas pastillas le habían permitido empezar la secundaria, pero sólo hasta tercer año, cuando había descubierto que en los pasillos del colegio se escuchaban otras voces bajo el murmullo de los chicos que planeaban fiestas y borracheras; cuando desde adentro del baño, mientras hacía pis, había visto pies descalzos caminando por los azulejos y una compañera le dijo que debía ser la monja suicida que años atrás se había colgado del mástil. Fue inútil que su madre y la directora y la psicopedagoga le dijeran que ninguna monja se había matado jamás en el patio; Josefina ya tenía pesadillas sobre el Sagrado Corazón de Jesús, sobre el pecho abierto de Cristo que en sueños sangraba y le empapaba la cara, sobre Lázaro, pálido y podrido levantándose de una tumba entre las rocas, sobre ángeles que querían violarla.


Así que se había quedado en casa, y de vuelta a rendir materias cada fin de año con certificado médico. Y mientras tanto Mariela volvía de madrugada en autos que frenaban en la puerta, y se escuchaban los gritos de los chicos al final de una noche de aventuras que Josefina ni siquiera podía imaginar. Envidiaba a Mariela incluso cuando su madre le gritaba porque la cuenta del teléfono era impagable; si sólo ella hubiera tenido alguien con quién hablar. Porque no le servía el grupo de terapia, todos esos chicos con problemas reales, con padres ausentes o infancias llenas de violencia que hablaban de drogas y sexo y anorexia y desamor. Y sin embargo seguía yendo, siempre en taxi, de ida y de vuelta –y el taxista tenía que ser siempre el mismo, y esperarla en la puerta, porque se mareaba y los latidos de su corazón no la dejaban respirar si se quedaba sola en la calle. No había subido a un colectivo desde aquel viaje a Corrientes y la única vez que había estado en el subterráneo gritó hasta quedarse afónica, y su madre tuvo que bajarse en la estación siguiente; ésa vez la había zamarreado y arrastrado por las escaleras, pero a Josefina no le importó porque tenía que salir de cualquier manera de ese encierro, ese ruido, esa oscuridad serpenteante.

Las pastillas nuevas, celestes, casi experimentales, relucientes como recién salidas del laboratorio, eran fáciles de tragar y en apenas un rato lograban que la vereda no pareciera un campo minado; hasta la hacían dormir sin sueños que pudiera recordar, y cuando apagó el velador una noche, no sintió que las sábanas se enfriaban como una tumba. Seguía teniendo miedo, pero podía ir al kiosko sola sin la seguridad de morir en el trayecto. Mariela parecía más entusiasmada que ella. Le propuso salir juntas a tomar un café, y Josefina se atrevió –en taxi ida y vuelta, eso sí–; esa tarde había podido hablar como nunca con su hermana, y se sorprendió planeando ir al cine (Mariela prometió salir en mitad de la película si hacía falta) y hasta confesando que a lo mejor tenía ganas de ir a la facultad, si en las aulas no había demasiada gente y las ventanas o puertas le quedaban cerca. Mariela la abrazó sin vergüenza, y al hacerlo tiró una de las tazas de café al piso, que se partió justo a la mitad. El mozo juntó los restos sonriente, y cómo no, si Mariela era hermosa con sus mechones de pelo rubio sobre la cara, los labios gruesos siempre húmedos y los ojos apenas delineados de negro para que el verde del iris hipnotizara a los que la miraban.


Salieron varias veces más a tomar café –lo del cine nunca pudo concretarse– y una de esas tardes, Mariela le trajo los programas de varias carreras que podían gustarle a Josefina –Antropología, Sociología, Letras–. Pero parecía inquieta, y ya no con el nerviosismo de las primeras salidas, cuando debía estar preparada para llamar de urgencia a un taxi –o a una ambulancia, en el peor de los casos– para llevar a Josefina de vuelta a casa o a la guardia de un hospital. Acomodó los mechones de largo pelo rubio detrás de las orejas y encendió un cigarrillo.


–Jose– le dijo. –Hay una cosa.
–¿Qué?
–¿Te acordás cuando viajamos a Corrientes? Vos tendrías seis años, yo ocho…
–Sí.
–Buen, ¿te acordás que fuimos a una bruja? Mamá y la abuela fueron porque ellas
eran como vos, así, tenían miedo todo el tiempo, y se fueron a curar.


Josefina ahora la escuchaba atentamente. El corazón le latía muy rápido, pero respiró hondo, se secó las manos en los pantalones y trató de concentrarse en lo que decía su hermana, como le había recomendado su psiquiatra («Cuando viene el miedo», le había dicho, «prestale atención a otra cosa. Cualquier cosa. Fijate qué está leyendo la persona que tenés al lado. Leé los carteles de las publicidades, o contá cuántos autos rojos pasan por la calle».)


–Y yo me acuerdo que la bruja dijo que podían volver si les pasaba otra vez. A lo mejor podrías ir. Ahora que estás mejor. Yo sé que es una locura, parezco la abuela con sus boludeces de la provincia, pero a ellas se les pasó ¿o no?
–Mariel, yo no puedo viajar. Vos sabés que no puedo.
–¿Y si yo te acompaño? Me la banco, en serio. Lo planeamos bien.
–No me animo. No puedo.
–Buen. Si te animás, pensalo, qué se yo. Yo te ayudo en serio.

La mañana que intentó salir de la casa para ir a anotarse en la facultad, Josefina descubrió que el trayecto de la puerta al taxi le resultaba infranqueable. Antes de poner un pie en la vereda le temblaban las rodillas, y ya lloraba. Hacía varios días que notaba un estancamiento y hasta un retroceso en el efecto de las pastillas; había vuelto esa imposibilidad de llenar los pulmones, o mejor, esa atención obsesiva que le prestaba a cada inspiración, como si tuviera que controlar la entrada de aire para que el mecanismo funcionara, como si se estuviera dándose respiración boca a boca para mantenerse viva. Otra vez se paralizaba ante el menor cambio de lugar de los objetos de su habitación, otra vez tenía que encender ya no sólo la luz del velador, sino el televisor y la lámpara de techo para dormir, porque no soportaba ni una sola sombra. Esperaba cada síntoma, los reconocía; pero por primera sentía algo por debajo de la resignación y la desesperación. Estaba enojada. También estaba agotada, pero no quería volver a la cama a tratar de controlar los temblores y la taquicardia, ni arrastrarse hasta el sillón en pijama para pensar en el resto de su vida, en un futuro de hospital psiquiátrico o enfermeras privadas –porque no podía recurrir al suicidio, ¡si tenía tanto miedo de morirse!


En cambio, empezó a pensar en Corrientes y la Señora. Y en cómo era la vida en su casa antes del viaje. Recordó a su abuela llorando en cuclillas al lado de la cama, rezando para que parara la tormenta, porque le tenía miedo a los rayos, a los truenos, a los relámpagos, incluso a la lluvia. Recordó que su madre miraba por la ventana con ojos desorbitados cada vez que se inundaba la calle, y cómo gritaba que se iban a ahogar todos si no bajaba el agua. Recordó que Mariela nunca quería ir a jugar con los hijos de los vecinos, ni siquiera cuando la venían a buscar, y se abrazaba a sus muñecos como si temiera que se los robaran. Se acordó de que su padre llevaba a su madre una vez por semana al psiquiatra, y que ella siempre volvía semidormida, directo a la cama. Y hasta se acordó de doña Carmen, que se encargaba de hacerle los mandados y cobrarle la jubilación a su abuela, que no quería –no podía, ahora Josefina lo sabía– salir de la casa. Doña María llevaba diez años muerta, dos más que su abuela, y después del viaje a Corrientes sólo visitaba para tomar el té, porque todos los encierros y terrores se habían terminado. Para ellas. Porque para Josefina, recién empezaban.


¿Qué había pasado en Corrientes? ¿La Señora se había olvidado de «curarla» a ella? Pero, si no tenía que curarla de nada, si Josefina no tenía miedo. Pero entonces, si poco después había empezado a padecer lo mismo que las otras, ¿por qué no la habían llevado con La Señora? ¿Porque no la querían? ¿Y si Mariela se equivocaba? Josefina empezó a comprender que el enojo era el límite, que si no se aferraba al enojo y lo dejaba llevarla hasta un micro de larga distancia, hasta La Señora, nunca podría salir de ese encierro, y que valía la pena morir intentándolo.


Esperó a Mariela despierta una madrugada, y le hizo un café para despejarla.
–Mariel, vamos. Me animo.
–¿Adónde?
Josefino tuvo miedo de que su hermana retrocediera, retirara el ofrecimiento, pero se dio cuenta que no le entendía sólo porque estaba bastante borracha.
–A Corrientes, a ver a la bruja.
Mariela la miró completamente lúcida de golpe.
–¿Estás segura?
–Ya lo pensé, tomo muchas pastillas y duermo todo el camino. Si me pongo mal…me das más. No hacen nada. Como mucho, dormiré un montón.

Josefina subió casi dormida al micro; lo esperó al lado de su hermana en un banco, roncando con la cabeza apoyada sobre el bolso. Mariela se había asustado cuando la vio tomar cinco pastillas con un trago de Seven-Up, pero no le dijo nada. Y funcionó, porque Josefina despertó recién en la terminal de Corrientes, con la boca llena de sabor ácido y dolor de cabeza. Su hermana la abrazó durante todo el viaje en taxi hasta la casa de los tíos, y Josefina intentó no partirse los dientes de tanto rechinarlos. Se fue directo a la pieza de la tía Clarita, que las esperaba, y no aceptó comida ni bebida ni visitas de parientes; apenas podía abrir la boca para tragar las pastillas, le dolían las mandíbulas y no podía olvidar la ráfaga de odio y pánico en los ojos de su madre cuando le dijo que se iba a buscar a la bruja, ni cómo le había dicho: «Sabés bien que es al pedo» con tono triunfal. Mariela le había gritado «yegua hija de puta», y no quiso escuchar ninguna explicación; encerrada en la habitación con Josefina, se quedó toda la noche despierta sin hablar, fumando, eligiendo remeras y pantalones frescos para el calor de Corrientes. Cuando salieron para la terminal Josefina ya estaba drogada, pero bastante consciente como para notar que su madre no había salido de su pieza para despedirlas.


La tía Clarita les dijo que La Señora seguía viviendo en el mismo lugar, pero estaba muy vieja y ya no atendía a la gente. Mariela insistió: sólo para verla habían venido a Corrientes, y no se iban a ir hasta que las recibiera. En los ojos de Clarita asomaba el mismo miedo que en el de su madre, se dio cuenta Josefina. Y también supo que no las iba a acompañar, así que apretó el brazo de Mariela para interrumpir sus gritos («¡Pero qué mierda te pasa, por qué vos tampoco la querés ayudar, no ves cómo está!») y le susurró: «Vamos solas». En las tres cuadras hasta la casa de La Señora, que le parecieron kilómetros, Josefina pensó en ese «¡no ves como está!» y se enojó con su hermana. Ella también podría ser linda si no se le cayera el pelo, si no tuviera esas aureolas sobre la frente que dejaban ver el cuero cabelludo; podría tener esas piernas largas y fuertes si fuera capaz de caminar al menos una vuelta manzana; sabría cómo maquillarse si tuviera para qué y para quién; sus manos serían bellas si no se comiera las uñas hasta la cutícula; su piel sería dorada como la de Mariela si el sol la tocara más seguido. Y no tendría los ojos siempre enrojecidos y las ojeras si pudiera dormir o distraerse con algo más que la televisión o Internet.


Mariela tuvo que aplaudir en el patio de La Señora para que abriera la puerta, porque la casa no tenía timbre. Josefina miró el jardín, ahora muy descuidado, las rosas muertas de calor, las azucenas exangües, las plantas de ruda por todas partes, crecidas hasta alturas insólitas. La Señora apareció en el umbral cuando Josefina localizó el aljibe, casi oculto entre pastos, la pintura blanca tan descascarada que era posible ver los ladrillos rojos debajo.

La Señora las reconoció enseguida, y las hizo pasar. Como si las esperara. El altar seguía en pie, pero tenía el triple de ofrendas, y un San La Muerte enorme, del tamaño de un crucifijo de iglesia; dentro de los ojos huecos brillaban lucecitas intermitentes, seguramente de una guirnalda eléctrica navideña. Quiso sentar a Josefina en el mismo sillón donde se había dormido casi veinte años atrás, pero tuvo que correr a buscar un balde, porque habían empezado las arcadas; Josefina vomitó fluidos intestinales y sintió que el corazón le obturaba la garganta, pero La Señora le puso un mano en la frente.
–Respirá hondo, criatura, respirale.
Josefina le hizo caso, y por primera vez en muchos años volvió a sentir el alivio de los pulmones llenos de aire, libres, ya no atrapados detrás de las costillas. Tuvo ganas de llorar, de agradecerle; tuvo la seguridad de que La Señora la estaba curando. Pero cuando levantó la cabeza para mirarla a los ojos, tratando de sonreír con los dientes apretados, vio pena y arrepentimiento en La Señora.
–Nena, no hay nada que hacerle. Cuando te trajeron acá, ya estaba listo. Le tuve que tirar al aljibe. Yo sabía que los santitos no me lo iban a perdonar, que Añá te iba a traer de vuelta.
Josefina negó con la cabeza. Se sentía bien. ¿Qué quería decirle? ¿Estaría de verdad vieja y ya loca, como había dicho la tía Clarita? Pero La Señora se levantó suspirando, se acercó al altar y trajo de vuelta una foto vieja. La reconoció: su madre y su abuela, sentadas en un sillón, y entre ellas Mariela a la derecha y un hueco a la izquierda, donde debía estar Josefina.
–Me dieron una pena, una pena. Las tres con malos pensamientos, con carne de gallina, con un daño de muchos años. Yo me sobresaltaba de mirarlas nomás, eructaba, no les podía sacar de adentro los males.
–¿Qué males?
–Males viejos, nena, males que no se pueden decir –La Señora se santiguó. –Ni el Cristo de las Dos Luces podía con eso, no. Era viejo. Muy atacadas estaban. Pero vos nena no estabas. No estabas atacada. No sé por qué.
–¿Atacada de qué?
–¡Males! No se pueden decir –La Señora se llevó un dedo a los labios, pidiendo silencio, y cerró los ojos. –Yo no podía sacarles lo podrido y meterlo adentro mío porque no tengo esa fuerza, y no la tiene nadie. No podía fluidar, no podía limpiar. Podía nomás pasarlos, y los pasé. Te los pasé a vos, nena, cuando dormías acá. El Santito decía que no te iba a atacar tanto, porque estabas pura vos. Pero el Santito me mintió, o yo no le entendí. Ellas te los querían pasar, que te iban a cuidar decían. Pero no te cuidaron. Y yo le tuve que tirar. A la foto, la tiré al aljibe. Pero no se puede sacar. No te los puedo sacar nunca porque los males están en la foto tuya en el agua, y ya se habrá pudrido la foto. Ahí quedaron en la foto tuya, pegados a vos.
La Señora se tapó la cara con las manos. Josefina creyó ver que Mariela lloraba, pero no le prestó atención porque trataba de entender.
–Se quisieron salvar ellas, nena. Ésta también –Y señaló a Mariela –Era chica pero era bicha, ya.
Josefina se levantó con el resto de aire que le quedaba en los pulmones, con la nueva fuerza que le endurecía las piernas. No iba a durar mucho, estaba segura, pero por favor que fuera suficiente, suficiente para correr hasta el aljibe y arrojarse al agua de lluvia y ojalá que no tuviera fondo, ahogarse ahí con la foto y la traición. La Señora y Mariela no la siguieron, y Josefina corrió todo lo que pudo pero cuando alcanzó los bordes del aljibe las manos húmedas resbalaron, las rodillas se agarrotaron y no pudo, no pudo trepar, y apenas alcanzó a ver el reflejo de su cara en el agua antes de caer sentada entre los pastos crecidos, llorando, ahogada, porque tenía mucho mucho miedo de saltar.

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